Tengo una araña.
(Esa manía de adoptar todo lo que cruce mi camino).
Mi araña y yo compartimos la misma ventana. Ella vive del lado del árbol. Yo vivo del lado de la escalera.
Nos conocimos por primera vez hace alrededor de una semana, cuando ella acababa de poner los anclajes para lo que sería su extenso hogar. Desde entonces, he sido testigo de todo el proceso de expansión, tejido en cuidadosos círculos concéntricos que ordena con su pata trasera derecha a medida que avanza.
(Teje hacia la izquierda. Supongo que eso la hace zurda).
La veo en este preciso momento en el corazón de su red terminada.
Veo también su anclaje más arriesgado, sujeto al marco de mi ventana y a una distancia de tres telarañas y media de la suya. Quisiera cortarlo sólo para ver cómo toda la resistencia de su red queda a merced de la brisa de la tarde. Sin la tensión que da ese anclaje, mi araña no podría caminar sobre su red. Luego de dejarse sacudir hacia uno y otro lado, probablemente entendería que su única solución es descolgarse hasta el marco inferior de la ventana y empezar a tejer una nueva morada.
(Cuánta energía perdería al producir tanto "hilo"? Terminaría por morir exhausta?)
Pero la verdad es que no es tanto su destrucción la que me ocupa. Es más bien su existencia.
Las arañas siempre juegan de locales. Dondequiera que vayan, ellas se procuran un hogar que les garantiza seguridad y alimento. Trabajan incansablemente hasta que saben que están a salvo. Que no se puede llegar a ellas excepto entrando al territorio que, más que un espacio, es un ente vigía que las alerta sobre la entrada de cualquier intruso.
Hay algo interesante en estas moradas colgantes, de resistencia sin par, y suficientemente dinámicas como para absorber los impactos exteriores sin perturbar la vida en su interior. Seis puntos externos de anclaje son necesarios para dar curso a una estructura que, a partir de entonces, se embarca en la ilusión de ser una realidad independiente, capaz de superar los embates de su medio sin comprometer su propio equilibrio.
Es posible dejar de admirar la estrategia con la que construye mi araña? La precisión con la que escoge sus anclajes, sabiendo que tienen la solidez suficiente como para poder sostenerla a ella y su obra? La elegancia y belleza de su trabajo es sólo fruto de la certeza de que éste se cimenta en lo permanente. Que su reino suspendido no es, a fin de cuentas, sólo un castillo en el aire.
sábado, agosto 25, 2007
lunes, agosto 13, 2007
Biblioteca de Babel
Érase una vez una biblioteca.
La gente se agolpaba frente a sus puertas cada mañana, las cuales se abrían a las 10 en punto.
Muchos entraban con café y cosas para comer.
Incluso un hombre sin hogar llevaba todos los días su hervidor y lo enchufaba en la sección de las microfichas.
Llegaba gente de todas las edades, e incluso gente con gente de todas las edades: niños, jóvenes, adultos, ancianos; viejos con guaguas, niños con adultos, jóvenes con jóvenes.
Llegaba gente por distintas razones: escapando de la lluvia, buscando un tranquilo lugar para la lectura, para ir al baño, para estudiar. Para usar los computadores.
Por lo mismo, se veían distintos tipos de persona: estudiantes preparando sus exámenes de inglés, universitarios sin verano, jubilados leyendo el diario, cesantes embarcados en algún proyecto literario, profesoras en perfeccionamiento, profesionales extranjeros buscando el reconocimiento de sus calificaciones en el bilingüismo.
Un día, sin embargo, Estudiante Sin Verano divisó algo distinto.
Una madre hindú, vestida de sarong, con su hijo.
Ambos frente a un computador.
La pantalla del computador mostraba un motor de búsqueda.
El motor de búsqueda era para encontrar esposa.
La búsqueda había arrojado tres resultados.
Las tres sonreían desde sus fotos.
La mamá decía: "Bueno, esto es", pensando que una de ellas sería su nuera.
El hijo pensaba: "Esto es lo mejor que es", fijando el instante en que había tenido tres mujeres.
Un llanto salido de un coche, las bibliotecarias siempre tan gorditas, la carraspera para callar al que mastica con tanto ruido. Un compungido hablando por teléfono entre los libros, la extranjera que se ríe a destajo y el solitario que trajo su almuerzo para comer en compañía. Las mesas dispuestas en torno al ventanal y al fin, las puertas abiertas hacia la plaza.
Suficiente Babel por un día.
La gente se agolpaba frente a sus puertas cada mañana, las cuales se abrían a las 10 en punto.
Muchos entraban con café y cosas para comer.
Incluso un hombre sin hogar llevaba todos los días su hervidor y lo enchufaba en la sección de las microfichas.
Llegaba gente de todas las edades, e incluso gente con gente de todas las edades: niños, jóvenes, adultos, ancianos; viejos con guaguas, niños con adultos, jóvenes con jóvenes.
Llegaba gente por distintas razones: escapando de la lluvia, buscando un tranquilo lugar para la lectura, para ir al baño, para estudiar. Para usar los computadores.
Por lo mismo, se veían distintos tipos de persona: estudiantes preparando sus exámenes de inglés, universitarios sin verano, jubilados leyendo el diario, cesantes embarcados en algún proyecto literario, profesoras en perfeccionamiento, profesionales extranjeros buscando el reconocimiento de sus calificaciones en el bilingüismo.
Un día, sin embargo, Estudiante Sin Verano divisó algo distinto.
Una madre hindú, vestida de sarong, con su hijo.
Ambos frente a un computador.
La pantalla del computador mostraba un motor de búsqueda.
El motor de búsqueda era para encontrar esposa.
La búsqueda había arrojado tres resultados.
Las tres sonreían desde sus fotos.
La mamá decía: "Bueno, esto es", pensando que una de ellas sería su nuera.
El hijo pensaba: "Esto es lo mejor que es", fijando el instante en que había tenido tres mujeres.
Un llanto salido de un coche, las bibliotecarias siempre tan gorditas, la carraspera para callar al que mastica con tanto ruido. Un compungido hablando por teléfono entre los libros, la extranjera que se ríe a destajo y el solitario que trajo su almuerzo para comer en compañía. Las mesas dispuestas en torno al ventanal y al fin, las puertas abiertas hacia la plaza.
Suficiente Babel por un día.
jueves, agosto 09, 2007
Gato por liebre
Qué hacía una mosca con medio cuerpo metido en la parte de abajo de mi manzana?
Entonces la fruta no estaba colgada del árbol a propósito?
Cómo fue que a la amiga de mi amiga le cambiaron en la tienda las flores de un árbol por un Atari?
Por qué después de tantos años de trenzas no terminé viviendo en la Casita en la Pradera, ni tras mi enigmática enfermedad nos fuimos a vivir a la Cabaña del Fin del Mundo?
De verdad el Capitán no fue gato cinco minutos antes de ser perro por el resto de su vida?
Cómo abrió la puerta el hijo de la Nona, después de estar encerrado por años?
Qué se hizo la estrella que escuchó mi primer deseo?
Y sobre todo, qué le pasó a mi closet, que nunca me dejó pasar más allá de su fondo?
Entonces la fruta no estaba colgada del árbol a propósito?
Cómo fue que a la amiga de mi amiga le cambiaron en la tienda las flores de un árbol por un Atari?
Por qué después de tantos años de trenzas no terminé viviendo en la Casita en la Pradera, ni tras mi enigmática enfermedad nos fuimos a vivir a la Cabaña del Fin del Mundo?
De verdad el Capitán no fue gato cinco minutos antes de ser perro por el resto de su vida?
Cómo abrió la puerta el hijo de la Nona, después de estar encerrado por años?
Qué se hizo la estrella que escuchó mi primer deseo?
Y sobre todo, qué le pasó a mi closet, que nunca me dejó pasar más allá de su fondo?
lunes, agosto 06, 2007
Corazón y co-razón
Por supuesto que la vida es muchisísimo más compleja que cualquier intento de clasificación. Pero ya que la estructura mental que hemos heredado de la Ilustración nos predispone (indispone?) a pensar el mundo en dualidades contrapuestas, las mías suelen tener estos dos nombres:
Corazón llamo, en realidad, al impulso de ser nosotros. Ése que nos mete en problemas, que nos hace escoger lo que no nos conviene y nos despierta pasiones que no podemos explicar. Es necesario decir más? Todos tenemos esas pulsiones ineludibles que nos hacen salir de la cajita, aunque en ello se nos vayan la estabilidad, el orden y de repente, hasta la felicidad.
Por qué, en su antítesis, "co-razón" y no "razón" a secas? Porque la razón rara vez es personal. El comportamiento "lógico" es incuestionablemente social. Una decisión racional por lo general no es lo que yo escogería en una situación ideal, sino lo que escogería el individuo ideal en mi situación. Por ende, la razón es, verdaderamente, co-razón, co-nstituída por una tradición normativa, co-nfabulada para asegurar su perpetuación y con ella, la co-nvivencia de seres suficientemente medianos como para no representar inconveniente para sus próximos.
Mi confesión es que en este momento de mi vida quiero molestar, y mucho. Que me salgan espinas, que mis extremidades se hagan largas y torpes para pinchar, empujar y despabilar a todo el que se me acerque. Quiero rabiar, patalear y cantar a gritos.
Quiero seguir todos mis corazones.
(Por supuesto, esto fue pensado desde fuera de Capital. Capital es un imperio al que se le paga tributo permanente. La mitad del tiempo de cada ciudadano pertenece a Capital -al César lo que es del César- y hay que arreglárselas no más con lo que quede. Que no alcance para trabajar, juntarse con los amigos, ver a la familia, atravesar la ciudad de punta a punta y todavía llegar al teatro, es problema de cada mequetrefe que, de todas las ciudades, se quedó con las bondades y delicias del Nuevo Extremo. Pero de aquella ciudad y sus diversas seducciones hay que hablar en otra oportunidad, cuando al alba no peligre mi cabeza.)
Corazón llamo, en realidad, al impulso de ser nosotros. Ése que nos mete en problemas, que nos hace escoger lo que no nos conviene y nos despierta pasiones que no podemos explicar. Es necesario decir más? Todos tenemos esas pulsiones ineludibles que nos hacen salir de la cajita, aunque en ello se nos vayan la estabilidad, el orden y de repente, hasta la felicidad.
Por qué, en su antítesis, "co-razón" y no "razón" a secas? Porque la razón rara vez es personal. El comportamiento "lógico" es incuestionablemente social. Una decisión racional por lo general no es lo que yo escogería en una situación ideal, sino lo que escogería el individuo ideal en mi situación. Por ende, la razón es, verdaderamente, co-razón, co-nstituída por una tradición normativa, co-nfabulada para asegurar su perpetuación y con ella, la co-nvivencia de seres suficientemente medianos como para no representar inconveniente para sus próximos.
Mi confesión es que en este momento de mi vida quiero molestar, y mucho. Que me salgan espinas, que mis extremidades se hagan largas y torpes para pinchar, empujar y despabilar a todo el que se me acerque. Quiero rabiar, patalear y cantar a gritos.
Quiero seguir todos mis corazones.
(Por supuesto, esto fue pensado desde fuera de Capital. Capital es un imperio al que se le paga tributo permanente. La mitad del tiempo de cada ciudadano pertenece a Capital -al César lo que es del César- y hay que arreglárselas no más con lo que quede. Que no alcance para trabajar, juntarse con los amigos, ver a la familia, atravesar la ciudad de punta a punta y todavía llegar al teatro, es problema de cada mequetrefe que, de todas las ciudades, se quedó con las bondades y delicias del Nuevo Extremo. Pero de aquella ciudad y sus diversas seducciones hay que hablar en otra oportunidad, cuando al alba no peligre mi cabeza.)
sábado, agosto 04, 2007
jueves, agosto 02, 2007
Negociando una tregua
Nos olvidaremos.
Será como si nunca nos hubiéramos enfrentado.
Volverás a tu hueste y yo me replegaré en alguna trinchera.
Seguirás en ofensivas y yo perfeccionaré mis tácticas de acecho.
Probablemente llegue el día en que pelees con mi estrategia y yo esgrima tu arrojo.
Sabrás anticipar cada nueva artimaña y yo lanzaré las estocadas más letales.
El duelo será feroz y simultáneo.
Hasta que te sorprenda con mi propio concierto de fuerzas
Y tú te vuelvas invisible a mi ojo agazapado.
Comenzará entonces el juego de los espejos
Y deberemos adivinar quién está dentro de cuál rostro.
Finalmente, yo moriré y tú morirás
Pero alguien más habrá quedado:
Cuando las serpientes tienen dos cabezas
Una es herida de muerte para que la otra sobreviva.
Será como si nunca nos hubiéramos enfrentado.
Volverás a tu hueste y yo me replegaré en alguna trinchera.
Seguirás en ofensivas y yo perfeccionaré mis tácticas de acecho.
Probablemente llegue el día en que pelees con mi estrategia y yo esgrima tu arrojo.
Sabrás anticipar cada nueva artimaña y yo lanzaré las estocadas más letales.
El duelo será feroz y simultáneo.
Hasta que te sorprenda con mi propio concierto de fuerzas
Y tú te vuelvas invisible a mi ojo agazapado.
Comenzará entonces el juego de los espejos
Y deberemos adivinar quién está dentro de cuál rostro.
Finalmente, yo moriré y tú morirás
Pero alguien más habrá quedado:
Cuando las serpientes tienen dos cabezas
Una es herida de muerte para que la otra sobreviva.
lunes, julio 30, 2007
Blog & Pop
Alta Fidelidad es conocida generalmente como una película amorosienta sobre los dolores de crecimiento del típico treintón adolescente que se encuentra en la encrucijada entre la estabilidad convencional y la estimulante ligereza de responsabilidades.
Como tal, la identificación con el personaje resulta natural para la mayoría de los que, reacios a subir aquel último escalón, nos transformamos en acróbatas de precisión milimétrica en el último vértice de la inmadurez prolongada. La postergación de la seriedad en las relaciones de pareja, la ausencia de método en la escalada laboral y el apego poco razonable a conductas autodestructivas hacen a este personaje sumamente querible y transforman esta película en un monumento a la autorreferencia.
Sin embargo, hay mayor profundidad de lo que nuestro afán de identificación nos permite ver en una primera instancia.
Originalmente, Alta Fidelidad es una novela típica de lo que se denomina "cultura de masas", antípoda de la "alta cultura" que habita bibliotecas de caoba, círculos de crítica e ilustres ceños de literatos de la Academia. Bastante más democrática, es de fácil lectura y se considera por algunos prefabricada para el gusto y por ende, para el consumo masivo.
Alta Fidelidad es un libro para gente con bagaje musical de la cultura popular de masas contemporánea -el famoso pop cult-. Las canciones citadas -intertextualidades musicales, diría con severidad la alta cultura- procuran un esqueleto que luego recubre la narración de los acontecimientos.
El meollo del asunto: el relato lo hace la música. No sólo se teje la historia en torno a canciones, sino que estas canciones contribuyen en la transmisión de significado.
La verdad de la milanesa: la música popular de masas proporciona referentes colectivos gracias a su omnipresencia mediática. Las economías mentales, coherentes en un mundo que busca la optimización de recursos, privilegian la cita del referente por sobre la definición de lo referido.
Así, Alta Fidelidad es un ejemplo paradigmático de la incorporación de la cultura popular de masas a nuestra cotidianeidad. Un libro que por ello marcó historia y hoy se encuentra en la lista de lectura de cursos especializados sobre cultura de masas, por varias otras razones aparte de la mencionada.
Lo importante es que este libro señala una apertura hacia un fenómeno ya a estas alturas generalizado en el mundo de los blogs y fotologs: la economía descriptiva basada en intertextualidades provenientes de la cultural popular de masas.
Desde hace varios meses reviso periódicamente fotologs de adolescentes. Lejos lo que más me ha llamado la atención es una constante: la apatía expresiva. La frase más común en estos espacios creados justamente para expresarse públicamente es, irónicamente, "cero aporte". O sea, la ausencia de contenido personal para ser comunicado. En lugar de ello, lo común es incorporar el título de una canción o la letra completa, acorde al estado anímico/circunstancial/social/espiritual en el que se encuentra el fotologuero.
Imagen y música reemplazan a la palabra como mecanismo expresivo. El individuo se codifica en términos pre-establecidos, en un texto automático que confía a ojos cerrados en la eficiencia de la industria cultural de consumo para anticiparse a los vacíos expresivos del individuo promedio. Cierto es que el mismo texto musical citado se reescribe a través de la cita. Pero también la voz unipersonal se vuelve reproducción en serie.
...
Como tal, la identificación con el personaje resulta natural para la mayoría de los que, reacios a subir aquel último escalón, nos transformamos en acróbatas de precisión milimétrica en el último vértice de la inmadurez prolongada. La postergación de la seriedad en las relaciones de pareja, la ausencia de método en la escalada laboral y el apego poco razonable a conductas autodestructivas hacen a este personaje sumamente querible y transforman esta película en un monumento a la autorreferencia.
Sin embargo, hay mayor profundidad de lo que nuestro afán de identificación nos permite ver en una primera instancia.
Originalmente, Alta Fidelidad es una novela típica de lo que se denomina "cultura de masas", antípoda de la "alta cultura" que habita bibliotecas de caoba, círculos de crítica e ilustres ceños de literatos de la Academia. Bastante más democrática, es de fácil lectura y se considera por algunos prefabricada para el gusto y por ende, para el consumo masivo.
Alta Fidelidad es un libro para gente con bagaje musical de la cultura popular de masas contemporánea -el famoso pop cult-. Las canciones citadas -intertextualidades musicales, diría con severidad la alta cultura- procuran un esqueleto que luego recubre la narración de los acontecimientos.
El meollo del asunto: el relato lo hace la música. No sólo se teje la historia en torno a canciones, sino que estas canciones contribuyen en la transmisión de significado.
La verdad de la milanesa: la música popular de masas proporciona referentes colectivos gracias a su omnipresencia mediática. Las economías mentales, coherentes en un mundo que busca la optimización de recursos, privilegian la cita del referente por sobre la definición de lo referido.
Así, Alta Fidelidad es un ejemplo paradigmático de la incorporación de la cultura popular de masas a nuestra cotidianeidad. Un libro que por ello marcó historia y hoy se encuentra en la lista de lectura de cursos especializados sobre cultura de masas, por varias otras razones aparte de la mencionada.
Lo importante es que este libro señala una apertura hacia un fenómeno ya a estas alturas generalizado en el mundo de los blogs y fotologs: la economía descriptiva basada en intertextualidades provenientes de la cultural popular de masas.
Desde hace varios meses reviso periódicamente fotologs de adolescentes. Lejos lo que más me ha llamado la atención es una constante: la apatía expresiva. La frase más común en estos espacios creados justamente para expresarse públicamente es, irónicamente, "cero aporte". O sea, la ausencia de contenido personal para ser comunicado. En lugar de ello, lo común es incorporar el título de una canción o la letra completa, acorde al estado anímico/circunstancial/social/espiritual en el que se encuentra el fotologuero.
Imagen y música reemplazan a la palabra como mecanismo expresivo. El individuo se codifica en términos pre-establecidos, en un texto automático que confía a ojos cerrados en la eficiencia de la industria cultural de consumo para anticiparse a los vacíos expresivos del individuo promedio. Cierto es que el mismo texto musical citado se reescribe a través de la cita. Pero también la voz unipersonal se vuelve reproducción en serie.
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lunes, julio 02, 2007
Gris
Blanca es un bonito nombre. “Negra” es un sobrenombre cariñoso. Y “Gris”… que yo sepa, no era nadie.
Sucedió hace un par de años. La originalidad de mi nombre de pila, que provocaba en algunos una muda consternación, propició gracias a los más audaces el nacimiento de una serie de nombres derivados, que mis interlocutores tomaban como la correcta pronunciación de mi apelativo personal.
Así fue como un día llegué a llamarme “Gris”.
Para muchos, “Gris” podría ser un insulto a la bullente vitalidad de su existencia. Para mí se transformó en una voz de denuncia que ponía de manifiesto mi estratégico plan de camuflaje cromático.
Con gran cuidado y detenida observación había logrado ir asumiendo los colores de las personas o cosas que me rodeaban. En la esquina del almacén adoptaría en un santiamén el amarillo, mientras que si me juntaba con los primos lo haría de verde limón y ciertos sábados de sol sería blanca con rayas naranjas. Sin embargo, el poder del nombre certero se hizo, una vez más, evidente. Bastó con que algún anónimo diera con mi nombre para que todo color superfluo desapareciera y mi grisedad quedara expuesta en toda su expresión.
Mi pelo se puso gris.
Mi piel se puso gris.
Y mis uñas, y mis ojos y mi saliva.
Como toda persona gris, empecé a hacer cosas grises. Comencé a sentirme más cómoda en las horas oscuras y los paisajes nocturnos donde todo se funde y confunde en lo oculto a la vista.
A diferencia de las personas de color, comencé a ver claramente en la negra espesura de la noche. Y lo que vi me confirma que muchas veces es mejor dormir durante esas horas, como lo hacen los colores razonables.
En primera instancia, la oscuridad parece calma. Sin embargo, si se mira con detención y se aguzan los demás sentidos, se percibe una cierta saturación del espacio. Especialmente en ciertos sitios remotos, reducidos o de poco tránsito, una densidad sofocante dificulta el desplazamiento y se abraza de las gargantas.
Los grises más tradicionales jamás se quedan más de un segundo. Indignados ante la falta de normalidad, se alejan blandiendo sus bastones y despotricando contra el caos de hoy en noche. Para mí, esa primera vez, fue inevitable dar un respingo. Porque la oscuridad que siempre imaginaba cargada de monstruos y seres amenazantes estaba realmente llena... de sombras.
El problema es que no eran una o dos esperando detrás de una puerta para asustar al primer color que entrara. Se apiñaban cientos, las unas pisando las narices de otras y terceras agitando sus alas encima de orejas de cuartas que sufrían de otitis. Al principio pensé que quizás había encontrado una oscuridad especialmente benigna, conocida probablemente por sus propiedades terapéuticas o curativas. Sin embargo, una visita a las principales oscuridades de la cuadra me confirmó la situación: todos los recovecos de la noche estaban sobrepoblados.
Como fui aprendiendo en esa oportunidad, una de las ventajas de ser gris es la posibilidad de matizarse según las circunstancias. Aprovechando las mías, busqué una oscuridad donde la competencia por un lugar no fuera demasiado agresiva e intenté integrarme a la pirámide de siluetas apiñadas.
‘Buenas noches. Viene seguido a esta oscuridad en particular?’ –le pregunté a una sombra gordita de lóbulos caídos. Como todo buen gordito, su afabilidad se encargó de llevar la conversación de ahí en adelante, y sin mayor esfuerzo o insistencia de mi parte logré informarme sobre la situación general de las sombras y los problemas sociales del último tiempo.
Resultó ser que, como siempre pasa entre gente tan distinta, la relación entre las personas de colores y sus respectivas sombras no era del todo idónea. Por una cadena de eventos demasiado larga para detallar, las personas de colores comenzaban a desarrollar desde muy pequeñas una fobia a la oscuridad y lo desconocido, lo cual gatillaba en sus sombras un profundo sentimiento de rechazo acompañado de fantasías paranoicas sobre su exterminio colectivo.
Presas del terror y aprovechando la descuidada desvinculación de sus contrapartes multicolores durante el sueño, las sombras se despegaban de los pies de los durmientes a la primera ocasión que tenían (toda sombra ha leído Peter Pan en su infancia), corriendo luego despavoridas a agazaparse en las oscuridades más profundas que la noche podía ofrecerles.
Lo que seguía era una vida muy poco gratificante para cualquier sombra. Hacinamiento, significativo empeoramiento de la calidad de vida y el doloroso proceso de asumirse abandonada. Las sombras que habían dejado recientemente a su parte multicolor mantenían aún la esperanza de que ésta saliera a buscarlas. Pese a que la situación general no era agradable para nadie, había cierta jovialidad en estas sombras que se extrañaba en el resto. Las demás habían caído en una profunda desesperanza y caminaban desgarbadas y arrastrando su pena.
Ah, lo que hay que ver, lo que hay que ver!
Tanta gente que deja marchar su sombra, tanta sombra despegada de las suelas que anda por el mundo sin que nadie la reclame!
En medio de este pensamiento, de repente recordé la mía. Era pequeñita y siempre más rápida, a pesar de tener el ala rota. Pensé que si caminara arrastrando su pena me dolería el alma.
Desde entonces busco mi sombra.
Quiero encontrarla y coserla bien a mis zapatos, para no perderla nunca más. Y estoy segura de que, cuando nos miremos a la cara, me encontrará bastante más parecida a ella de lo que creía.
Soy Gris.
Mi pelo es gris.
Mi piel es gris y mis ojos son grises.
Alguna vez fueron de otro color. Pero eso ya no importa.
No tienes nada de qué temer. Aquí no hay luz que te oscurezca.
Sucedió hace un par de años. La originalidad de mi nombre de pila, que provocaba en algunos una muda consternación, propició gracias a los más audaces el nacimiento de una serie de nombres derivados, que mis interlocutores tomaban como la correcta pronunciación de mi apelativo personal.
Así fue como un día llegué a llamarme “Gris”.
Para muchos, “Gris” podría ser un insulto a la bullente vitalidad de su existencia. Para mí se transformó en una voz de denuncia que ponía de manifiesto mi estratégico plan de camuflaje cromático.
Con gran cuidado y detenida observación había logrado ir asumiendo los colores de las personas o cosas que me rodeaban. En la esquina del almacén adoptaría en un santiamén el amarillo, mientras que si me juntaba con los primos lo haría de verde limón y ciertos sábados de sol sería blanca con rayas naranjas. Sin embargo, el poder del nombre certero se hizo, una vez más, evidente. Bastó con que algún anónimo diera con mi nombre para que todo color superfluo desapareciera y mi grisedad quedara expuesta en toda su expresión.
Mi pelo se puso gris.
Mi piel se puso gris.
Y mis uñas, y mis ojos y mi saliva.
Como toda persona gris, empecé a hacer cosas grises. Comencé a sentirme más cómoda en las horas oscuras y los paisajes nocturnos donde todo se funde y confunde en lo oculto a la vista.
A diferencia de las personas de color, comencé a ver claramente en la negra espesura de la noche. Y lo que vi me confirma que muchas veces es mejor dormir durante esas horas, como lo hacen los colores razonables.
En primera instancia, la oscuridad parece calma. Sin embargo, si se mira con detención y se aguzan los demás sentidos, se percibe una cierta saturación del espacio. Especialmente en ciertos sitios remotos, reducidos o de poco tránsito, una densidad sofocante dificulta el desplazamiento y se abraza de las gargantas.
Los grises más tradicionales jamás se quedan más de un segundo. Indignados ante la falta de normalidad, se alejan blandiendo sus bastones y despotricando contra el caos de hoy en noche. Para mí, esa primera vez, fue inevitable dar un respingo. Porque la oscuridad que siempre imaginaba cargada de monstruos y seres amenazantes estaba realmente llena... de sombras.
El problema es que no eran una o dos esperando detrás de una puerta para asustar al primer color que entrara. Se apiñaban cientos, las unas pisando las narices de otras y terceras agitando sus alas encima de orejas de cuartas que sufrían de otitis. Al principio pensé que quizás había encontrado una oscuridad especialmente benigna, conocida probablemente por sus propiedades terapéuticas o curativas. Sin embargo, una visita a las principales oscuridades de la cuadra me confirmó la situación: todos los recovecos de la noche estaban sobrepoblados.
Como fui aprendiendo en esa oportunidad, una de las ventajas de ser gris es la posibilidad de matizarse según las circunstancias. Aprovechando las mías, busqué una oscuridad donde la competencia por un lugar no fuera demasiado agresiva e intenté integrarme a la pirámide de siluetas apiñadas.
‘Buenas noches. Viene seguido a esta oscuridad en particular?’ –le pregunté a una sombra gordita de lóbulos caídos. Como todo buen gordito, su afabilidad se encargó de llevar la conversación de ahí en adelante, y sin mayor esfuerzo o insistencia de mi parte logré informarme sobre la situación general de las sombras y los problemas sociales del último tiempo.
Resultó ser que, como siempre pasa entre gente tan distinta, la relación entre las personas de colores y sus respectivas sombras no era del todo idónea. Por una cadena de eventos demasiado larga para detallar, las personas de colores comenzaban a desarrollar desde muy pequeñas una fobia a la oscuridad y lo desconocido, lo cual gatillaba en sus sombras un profundo sentimiento de rechazo acompañado de fantasías paranoicas sobre su exterminio colectivo.
Presas del terror y aprovechando la descuidada desvinculación de sus contrapartes multicolores durante el sueño, las sombras se despegaban de los pies de los durmientes a la primera ocasión que tenían (toda sombra ha leído Peter Pan en su infancia), corriendo luego despavoridas a agazaparse en las oscuridades más profundas que la noche podía ofrecerles.
Lo que seguía era una vida muy poco gratificante para cualquier sombra. Hacinamiento, significativo empeoramiento de la calidad de vida y el doloroso proceso de asumirse abandonada. Las sombras que habían dejado recientemente a su parte multicolor mantenían aún la esperanza de que ésta saliera a buscarlas. Pese a que la situación general no era agradable para nadie, había cierta jovialidad en estas sombras que se extrañaba en el resto. Las demás habían caído en una profunda desesperanza y caminaban desgarbadas y arrastrando su pena.
Ah, lo que hay que ver, lo que hay que ver!
Tanta gente que deja marchar su sombra, tanta sombra despegada de las suelas que anda por el mundo sin que nadie la reclame!
En medio de este pensamiento, de repente recordé la mía. Era pequeñita y siempre más rápida, a pesar de tener el ala rota. Pensé que si caminara arrastrando su pena me dolería el alma.
Desde entonces busco mi sombra.
Quiero encontrarla y coserla bien a mis zapatos, para no perderla nunca más. Y estoy segura de que, cuando nos miremos a la cara, me encontrará bastante más parecida a ella de lo que creía.
Soy Gris.
Mi pelo es gris.
Mi piel es gris y mis ojos son grises.
Alguna vez fueron de otro color. Pero eso ya no importa.
No tienes nada de qué temer. Aquí no hay luz que te oscurezca.
Tormentas personales
"Ya no puedo más con mi consistencia"
Adriana Schnake comparte en La Voz del Síntoma esta desgarradora confesión de un colega que decidió poner fin a su vida. Un joven médico psiquiatra que fue sobrepasado por la tensión entre sus continuas limitaciones y sus aspiraciones, inalcanzables desde su humana naturaleza.
Leí esas palabras la primera vez como quien da finalmente con una verdad que buscaba sin saber.
Tantas veces la misma angustia, el corazón encogido ante el error reproducido incansablemente. Tantas veces resignada, tantas veces contenida. Tantas veces quemadas las naves en empresas de razón ninguna.
A veces, a veces…
ya no puedo más con mi consistencia.
Tantas veces el agobio, la clara conciencia de la imperfección, tan terriblemente limitada y delimitada por un territorio estático, siempre insuficiente para abarcar la vida. Tantas veces sucumbiendo a la luz cuando quiero sombra. Tantas veces ocupada siendo otras personas (qué hipocresía!).
Hoy, por un momento,
ya no puedo más con mi consistencia.
Con el permanente espanto de saberme parcialmente inerte. Con la injusta ironía de que lo único que trascienda sea lo que no palpita. El engaño de haber cambiado la audacia por una fragilidad insoportable. Con la implícita violencia de un derrumbe impedido, que transformó mi tiempo en vértigo congelado.
Hay días en los que ya
no puedo más con mi consistencia.
La búsqueda atolondrada por un comienzo de historia, la debilidad patológica ante los antagonistas, la traicionera conciliación que no vacila en descuartizar mi integridad a cambio de cualquier tregua en migajas. La triste, triste silueta peregrina que se cuelga de mi cuello. La pérdida, la ausencia, la añoranza grabándose por turnos sobre pasadas cicatrices. Los duelos que no terminan.
Sobra el tiempo en que
ya no puedo más con mi consistencia.
Hay días más difíciles que otros. Hay días en los que el mejor hombro está cansado.
Es hora de encogerse.
Bajar la cabeza.
Dejar pasar el viento.
Tan cansada.
Tan cansada.
Tan cansada.
sábado, junio 30, 2007
Mirando por sobre el hombro
Parece que era más feliz antes.
No puedo sacarme esa sensación de encima. Si cierro los ojos y trato de imaginarme la felicidad, su aproximación más certera es el camino a las Torres escuchando Led Zeppelin. Mirando los cielos infinitos, con mi mochila esperándome atrás y la anticipación del retorno.
Nada que hacerle. Lo extraño con dolor, todo el tiempo. Quiero perderme dentro de ese Valle, permanecer para siempre donde todo el resto es prescindible.
Hay días en los que nos despertamos pensando en simple. No en lo que se debe y cómo se debe, ni con la compleja red de metas a largo plazo que justifican la postergación de nuestro bienestar inmediato. Hoy, por ejemplo, me acordé de la felicidad.
La verdad es que pocas veces visito la memoria. Prefiero que el presente me despierte de vez en cuando un sonido, un olor o un paisaje dormido en el recuerdo a mirar la vida bajo el lente del pasado.
Hoy, sin embargo, recibí noticias de esas amistades antiguas que se diluyen con los años. Una amiga de mis tiempos de novata en la universidad que me hizo recordar el ilimitado universo social, la facilidad con la que resultaban los planes y la despreocupación general con la que vivía la vida. Todo parecía tan lejano aún, la seriedad de los compromisos, la realidad laboral, el futuro con sus sílabas amenazantes. El mundo era efervescente, dinámico, discontinuo. Y bastante, bastante más luminoso.
Me gustaba esa felicidad de pájaro.
Me gustaba tener mochila, tiempo y compañía.
Hace un tiempo que he debido dejar mi mochila.
Ciertas noches, cada vez más seguido, empecé a despertar con el corazón acelerado y angustia de cuello y corbata. El mundo empezó a parecer una enorme maquinaria sincronizada por el latido del capital y mi burguesa humanidad resintió la marginación, por lo que resolvió una estrategia de incorporación esgrimiendo el conocimiento como moneda de cambio. Una compleja red psicoeconómica que me llevó a dejar el talismán nomádico de lado.
Ahora hay otras noches en que siento que ya no se puede más. Que es hora de ir a como dé lugar. No por esa felicidad ligera que se había quedado entrampada, sino por urgencia, por la íntima necesidad que me consume de volver a lo mío. A lo más, más amado.
No puedo sacarme esa sensación de encima. Si cierro los ojos y trato de imaginarme la felicidad, su aproximación más certera es el camino a las Torres escuchando Led Zeppelin. Mirando los cielos infinitos, con mi mochila esperándome atrás y la anticipación del retorno.
Nada que hacerle. Lo extraño con dolor, todo el tiempo. Quiero perderme dentro de ese Valle, permanecer para siempre donde todo el resto es prescindible.
Hay días en los que nos despertamos pensando en simple. No en lo que se debe y cómo se debe, ni con la compleja red de metas a largo plazo que justifican la postergación de nuestro bienestar inmediato. Hoy, por ejemplo, me acordé de la felicidad.
La verdad es que pocas veces visito la memoria. Prefiero que el presente me despierte de vez en cuando un sonido, un olor o un paisaje dormido en el recuerdo a mirar la vida bajo el lente del pasado.
Hoy, sin embargo, recibí noticias de esas amistades antiguas que se diluyen con los años. Una amiga de mis tiempos de novata en la universidad que me hizo recordar el ilimitado universo social, la facilidad con la que resultaban los planes y la despreocupación general con la que vivía la vida. Todo parecía tan lejano aún, la seriedad de los compromisos, la realidad laboral, el futuro con sus sílabas amenazantes. El mundo era efervescente, dinámico, discontinuo. Y bastante, bastante más luminoso.
Me gustaba esa felicidad de pájaro.
Me gustaba tener mochila, tiempo y compañía.
Hace un tiempo que he debido dejar mi mochila.
Ciertas noches, cada vez más seguido, empecé a despertar con el corazón acelerado y angustia de cuello y corbata. El mundo empezó a parecer una enorme maquinaria sincronizada por el latido del capital y mi burguesa humanidad resintió la marginación, por lo que resolvió una estrategia de incorporación esgrimiendo el conocimiento como moneda de cambio. Una compleja red psicoeconómica que me llevó a dejar el talismán nomádico de lado.
Ahora hay otras noches en que siento que ya no se puede más. Que es hora de ir a como dé lugar. No por esa felicidad ligera que se había quedado entrampada, sino por urgencia, por la íntima necesidad que me consume de volver a lo mío. A lo más, más amado.
viernes, junio 22, 2007
Autorreferencias II (o "Mi Suerte")
Esta semana han pasado dos cosas inesperadas y afortunadas. De hecho, tan afortunadas que apenas me las creo todavía.
El domingo pasado andaba haciendo las compras de la semana cuando sonó mi celular. Como era número desconocido y nunca contesto los teléfonos desconocidos, lo puse en silencio y seguí absorta en las verduras. Pero el teléfono mudo igual vibra y el número desconocido llamó dos y tres veces más. Hasta que, a la cuarta, pensé que algo tan urgente debía ser atendido.
El llamador misterioso era Ben, un amigo de Australia que conocí en el UWC de Nuevo México, y al que he visto un par de veces cuando voy de visita a Londres, donde vive desde hace 7 años.
"Estás en Brighton?" -me preguntó. Apenas alcancé a responderle cuando me dice -"Perfecto. Corre a tu casa, ponte un vestido y ven a Glyndebourne con Alexa (su novia) y conmigo. Tenemos entradas para la ópera a las 4".
Resulta que mi amigo Ben es ahora un exitoso hombre de negocios. Parte de las bondades de su trabajo es el acceso a una vida cultural y social bastante glamorosa y por cierto, más allá de cualquier estándar de glamour de una eterna estudiante en un país tres veces más caro que el propio.
Mi primera reacción, naturalmente, fue decir "NO".
No tengo zapatos.
No estoy en condiciones de usar vestido.
No alcanzo a hacer todo lo que tengo que hacer.
Y además tengo que estudiar.
Pero... y si jugáramos esta patita con la fortuna?
La resolución fue dejar que el reloj fuera el juez de los eventos. Correría por los zapatos, de los zapatos a la ducha, de la ducha al vestido, del vestido al teléfono y del teléfono al taxi. Mal que mal, ésta era una oportunidad en la vida y como todo lo bueno, hay que saber recibirlo cuando viene.
Resultado: el tiempo fue justo, pese a un inesperado taco en el camino y un sistema de navegación incompatible con el amistoso hindú que me llevó. La ópera, maravillosa. El teatro, deslumbrante. La tarde, lejos una belleza. Campiña y tradición inglesa en su máxima expresión.
Mi semana siguió en relativa calma hasta ayer, que recibí una llamada de la oficina de vivienda de la universidad agradeciéndome mi participación en una encuesta y comunicándome que había ganado un premio en el sorteo, el cual podía retirar al día siguiente.
Por lo que hoy partí en la Chapulina a la oficina en busca de mi premio. A lo que doy mi nombre, me dicen: "felicitaciones, te ganaste un iPod".
Será posible tanta suerte? Ambas cosas, la ópera y el iPod, son cosas que por el momento estaban fuera de mis posibilidades. La ópera, porque mi mamá es usualmente la mecenas que me invita en Santiago. El iPod, porque los recursos son finitos y hay otras prioridades.
Las dos cosas, por lo tanto, estaban fuera de alcance y, sin causa ni motivo me fueron obsequiadas. Regalo de la vida, compensación por alguna oscura traición que aún ignoro, malcrianzas azarosas, justicia kármica?
Prefiero quedarme con la fortuna, como la niña del pelo de fuego en las Historias de Ninguno. Sin preguntas, disfrutando lo bueno sin sombra que lo empañe. Temo demasiado las contracaras del sentido.
El domingo pasado andaba haciendo las compras de la semana cuando sonó mi celular. Como era número desconocido y nunca contesto los teléfonos desconocidos, lo puse en silencio y seguí absorta en las verduras. Pero el teléfono mudo igual vibra y el número desconocido llamó dos y tres veces más. Hasta que, a la cuarta, pensé que algo tan urgente debía ser atendido.
El llamador misterioso era Ben, un amigo de Australia que conocí en el UWC de Nuevo México, y al que he visto un par de veces cuando voy de visita a Londres, donde vive desde hace 7 años.
"Estás en Brighton?" -me preguntó. Apenas alcancé a responderle cuando me dice -"Perfecto. Corre a tu casa, ponte un vestido y ven a Glyndebourne con Alexa (su novia) y conmigo. Tenemos entradas para la ópera a las 4".
Resulta que mi amigo Ben es ahora un exitoso hombre de negocios. Parte de las bondades de su trabajo es el acceso a una vida cultural y social bastante glamorosa y por cierto, más allá de cualquier estándar de glamour de una eterna estudiante en un país tres veces más caro que el propio.
Mi primera reacción, naturalmente, fue decir "NO".
No tengo zapatos.
No estoy en condiciones de usar vestido.
No alcanzo a hacer todo lo que tengo que hacer.
Y además tengo que estudiar.
Pero... y si jugáramos esta patita con la fortuna?
La resolución fue dejar que el reloj fuera el juez de los eventos. Correría por los zapatos, de los zapatos a la ducha, de la ducha al vestido, del vestido al teléfono y del teléfono al taxi. Mal que mal, ésta era una oportunidad en la vida y como todo lo bueno, hay que saber recibirlo cuando viene.
Resultado: el tiempo fue justo, pese a un inesperado taco en el camino y un sistema de navegación incompatible con el amistoso hindú que me llevó. La ópera, maravillosa. El teatro, deslumbrante. La tarde, lejos una belleza. Campiña y tradición inglesa en su máxima expresión.
Mi semana siguió en relativa calma hasta ayer, que recibí una llamada de la oficina de vivienda de la universidad agradeciéndome mi participación en una encuesta y comunicándome que había ganado un premio en el sorteo, el cual podía retirar al día siguiente.
Por lo que hoy partí en la Chapulina a la oficina en busca de mi premio. A lo que doy mi nombre, me dicen: "felicitaciones, te ganaste un iPod".
Será posible tanta suerte? Ambas cosas, la ópera y el iPod, son cosas que por el momento estaban fuera de mis posibilidades. La ópera, porque mi mamá es usualmente la mecenas que me invita en Santiago. El iPod, porque los recursos son finitos y hay otras prioridades.
Las dos cosas, por lo tanto, estaban fuera de alcance y, sin causa ni motivo me fueron obsequiadas. Regalo de la vida, compensación por alguna oscura traición que aún ignoro, malcrianzas azarosas, justicia kármica?
Prefiero quedarme con la fortuna, como la niña del pelo de fuego en las Historias de Ninguno. Sin preguntas, disfrutando lo bueno sin sombra que lo empañe. Temo demasiado las contracaras del sentido.
lunes, junio 18, 2007
Réplicas cibernéticas de un antiguo terremoto
Hay días en los que la casualidad se conjuga para que todo el mundo tenga cosas que hacer. Se hace tarde y me rehúso a dormirme con todos estos temas a cuestas.
Los blogs que reviso normalmente no han sido actualizados. Mis compañeros de casa andan no sé dónde. Cuando subía a la pieza de la única en casa, escuché más voces. Tenía invitados. Duh. Necesito hablar y me falta receptor.
Bastante desesperada debo estar para permitirme ser tan autorreferente en este espacio. Pero hoy no veo más alternativa.
A menos de un mes de la boca del túnel, ya me siento en ese típico momento de cada año en el que hay que cerrar los ojos y dejar las cosas venir encima. Como siempre, todo pasa al mismo tiempo y las fuerzas se potencian hasta niveles insospechados.
Como siempre, también, el estado de emergencia se asume como divergencia: incorporar inquietudes urgentes y tornarlas en obsesiones que se devoren el tiempo. Como ahora, como este mismo sitio, cuya falta de estructura -ya puesta en evidencia esta misma noche- acapara mi mayor angustia.
Es una situación que se acarrea desde hace tiempo y que revela la imposible conciliación en mis textos entre la importancia de un contenido y la irreverencia de la escritura. Esta encrucijada mal planteada ha derivado en un espacio sin consistencia, sin una espina dorsal que señale un curso determinado.
Y volvemos al problema de siempre: la falta de continuum. La expansión sin trazo ni límite, el núcleo, por un lado incapaz de invertir densidad en un mismo curso y por otro, demasiado débil como para manifestarse en todas direcciones paralelamente.
Por ello las nervaduras antojadizas, demasiado inconsistentes para sostenerse por sí mismas. Sólo posibles en la hoja, en el verde reducto, el umbrío territorio y su naturaleza meta-literaria, meta-biográfica y meta-crítica... meta-naturaleza, al fin y al cabo.
Todo, todo, por la eterna falta de estructura. Un derrumbe diario por la que nunca concretó su colapso.
Los blogs que reviso normalmente no han sido actualizados. Mis compañeros de casa andan no sé dónde. Cuando subía a la pieza de la única en casa, escuché más voces. Tenía invitados. Duh. Necesito hablar y me falta receptor.
Bastante desesperada debo estar para permitirme ser tan autorreferente en este espacio. Pero hoy no veo más alternativa.
A menos de un mes de la boca del túnel, ya me siento en ese típico momento de cada año en el que hay que cerrar los ojos y dejar las cosas venir encima. Como siempre, todo pasa al mismo tiempo y las fuerzas se potencian hasta niveles insospechados.
Como siempre, también, el estado de emergencia se asume como divergencia: incorporar inquietudes urgentes y tornarlas en obsesiones que se devoren el tiempo. Como ahora, como este mismo sitio, cuya falta de estructura -ya puesta en evidencia esta misma noche- acapara mi mayor angustia.
Es una situación que se acarrea desde hace tiempo y que revela la imposible conciliación en mis textos entre la importancia de un contenido y la irreverencia de la escritura. Esta encrucijada mal planteada ha derivado en un espacio sin consistencia, sin una espina dorsal que señale un curso determinado.
Y volvemos al problema de siempre: la falta de continuum. La expansión sin trazo ni límite, el núcleo, por un lado incapaz de invertir densidad en un mismo curso y por otro, demasiado débil como para manifestarse en todas direcciones paralelamente.
Por ello las nervaduras antojadizas, demasiado inconsistentes para sostenerse por sí mismas. Sólo posibles en la hoja, en el verde reducto, el umbrío territorio y su naturaleza meta-literaria, meta-biográfica y meta-crítica... meta-naturaleza, al fin y al cabo.
Todo, todo, por la eterna falta de estructura. Un derrumbe diario por la que nunca concretó su colapso.
viernes, junio 15, 2007
"Todo es para mejor"
El día que todo sea para mejor los preámbulos dejarán de ser la mejor parte; las cicatrices de los planes no concretados no nos privarán de un buen presente; habremos aprendido una lección de todo lo que nos pasa.
Tantas otras cosas más.
Pero, bienvenida realidad. La vida no depara cosas para sus favoritos ni existe una balanza cósmica que distribuya ecuánimemente benignas circunstancias. Creer que “las cosas” –en ese plural tan ambiguo- pasan para mejor es, simplemente, dejarse alucinar por la autocomplacencia.
Por supuesto que sería hermoso vivir en un mundo de progresión infinita, en el que cada acto tuviera significado en el gran relato de la existencia. Pero quienes optan por el salvavidas de creer en la causalidad de la vida sacrifican la enormidad de la existencia por la tranquilidad de hacerla caber en una cajita de regalo.
La vida es inconmensurable. No sólo en el sentido de estar más allá de cualquier intento de aprehensión, sino también porque es imposible concebirla solamente a partir de una variable. Las cosas no son solamente “mejores” o “peores”. Son tremendas, traumáticas, hermosas, devastadoras, atiborrantes, rotundas, vergonzosas, embriagadoras… demasiado mundo para una sola etiqueta.
Además, existe la misma probabilidad de que la vida nos “sorprenda” con cosas buenas o cosas malas. Mañana puedo ganarme la lotería así como puedo tener cáncer. Lo fortuito de la vida no tiene relación con nuestra calidad moral.
Conozco gente buena que ha tenido una vida de mierda. Porque las circunstancias no se merecen; simplemente tocan. Y la idea de que sólo por ser un ser humano medianamente decente deberíamos tener una cierta cuota de circunstancias benignas en nuestra vida me resulta demasiado ingenua, o al menos reduccionista.
Basta mirar un poco para el lado para ver cómo son realmente las cosas.
En cuanto a las circunstancias de nuestra propia hechura, cada ser humano nace con la ayuda (o el desafío) de su respectiva salud mental, su inteligencia social y su propensión a lo trágico. Hay gente que logra combinaciones exitosas y conquista el pedestal de la felicidad y hay quienes viven sometidos por viciosos patrones oscurantistas.
Asumir que existe una regla universal que nos favorecerá en algún momento independientemente de lo que hagamos para conseguirlo, es una manera de desvincularse del compromiso que tenemos con nuestras decisiones.
Todas nuestras decisiones (las activas y las pasivas, los “yo escojo” y los “no me escogieron”) acarrean un costo que debe ser asumido. Aceptar este protagonismo es una manera de apropiarnos de lo que nos sucede y mantenerse al mando de nuestra propia historia.
Por supuesto que resulta tentador “conectar los puntos en retrospectiva”: atribuir nuestra felicidad presente a una cadena de sucesos capaz de justificar todos los malos ratos que hemos tenido es la mejor manera de redimir el dolor de las cicatrices. Pero esta ilusión teleológica no es más que un engaño ególatra: la noción de que no seríamos la persona única que somos si no hubiéramos pasado todo lo que pasamos.
Yo dejaría las cosas así: hay que gozar la vida mientras se puede y hacerle frente el resto del tiempo. Y si de aspiraciones teleológicas y otros afanes de coherencia se trata, el sufrimiento individual puede servir para cultivar la compasión hacia otros y hacerse más sensible a su sufrimiento.
Pucha que da lata pasarlo mal a veces. Sufrir es asqueroso, pero inevitable. Y más que buscar la forma de trivializarlo, lo que hace falta es contingente solidario. Saber acompañar sin prometer esplendores futuros que quizás nunca lleguen. Simplemente, prestar el corazón y ayudar a sentir.
Tantas otras cosas más.
Pero, bienvenida realidad. La vida no depara cosas para sus favoritos ni existe una balanza cósmica que distribuya ecuánimemente benignas circunstancias. Creer que “las cosas” –en ese plural tan ambiguo- pasan para mejor es, simplemente, dejarse alucinar por la autocomplacencia.
Por supuesto que sería hermoso vivir en un mundo de progresión infinita, en el que cada acto tuviera significado en el gran relato de la existencia. Pero quienes optan por el salvavidas de creer en la causalidad de la vida sacrifican la enormidad de la existencia por la tranquilidad de hacerla caber en una cajita de regalo.
La vida es inconmensurable. No sólo en el sentido de estar más allá de cualquier intento de aprehensión, sino también porque es imposible concebirla solamente a partir de una variable. Las cosas no son solamente “mejores” o “peores”. Son tremendas, traumáticas, hermosas, devastadoras, atiborrantes, rotundas, vergonzosas, embriagadoras… demasiado mundo para una sola etiqueta.
Además, existe la misma probabilidad de que la vida nos “sorprenda” con cosas buenas o cosas malas. Mañana puedo ganarme la lotería así como puedo tener cáncer. Lo fortuito de la vida no tiene relación con nuestra calidad moral.
Conozco gente buena que ha tenido una vida de mierda. Porque las circunstancias no se merecen; simplemente tocan. Y la idea de que sólo por ser un ser humano medianamente decente deberíamos tener una cierta cuota de circunstancias benignas en nuestra vida me resulta demasiado ingenua, o al menos reduccionista.
Basta mirar un poco para el lado para ver cómo son realmente las cosas.
En cuanto a las circunstancias de nuestra propia hechura, cada ser humano nace con la ayuda (o el desafío) de su respectiva salud mental, su inteligencia social y su propensión a lo trágico. Hay gente que logra combinaciones exitosas y conquista el pedestal de la felicidad y hay quienes viven sometidos por viciosos patrones oscurantistas.
Asumir que existe una regla universal que nos favorecerá en algún momento independientemente de lo que hagamos para conseguirlo, es una manera de desvincularse del compromiso que tenemos con nuestras decisiones.
Todas nuestras decisiones (las activas y las pasivas, los “yo escojo” y los “no me escogieron”) acarrean un costo que debe ser asumido. Aceptar este protagonismo es una manera de apropiarnos de lo que nos sucede y mantenerse al mando de nuestra propia historia.
Por supuesto que resulta tentador “conectar los puntos en retrospectiva”: atribuir nuestra felicidad presente a una cadena de sucesos capaz de justificar todos los malos ratos que hemos tenido es la mejor manera de redimir el dolor de las cicatrices. Pero esta ilusión teleológica no es más que un engaño ególatra: la noción de que no seríamos la persona única que somos si no hubiéramos pasado todo lo que pasamos.
Yo dejaría las cosas así: hay que gozar la vida mientras se puede y hacerle frente el resto del tiempo. Y si de aspiraciones teleológicas y otros afanes de coherencia se trata, el sufrimiento individual puede servir para cultivar la compasión hacia otros y hacerse más sensible a su sufrimiento.
Pucha que da lata pasarlo mal a veces. Sufrir es asqueroso, pero inevitable. Y más que buscar la forma de trivializarlo, lo que hace falta es contingente solidario. Saber acompañar sin prometer esplendores futuros que quizás nunca lleguen. Simplemente, prestar el corazón y ayudar a sentir.
lunes, mayo 28, 2007
El Oráculo
Estando una noche, años atrás, en la casa del Moncho en Baños Morales, mi disparatada compañera de aventuras me animó a arrimarme al vacío: “Ya po, pregúntale al Moncho. Te apuesto que él va a saber”.
Al Moncho lo habíamos conocido ese verano como arriero, aunque su verdadera profesión es ser vividor de la cordillera. Una vocación que lo sustrajo del trágico destino urbano de ir muriendo más rápido a cambio de pesos de más. Tanto él como su señora habían decidido vivir en Baños Morales y bajar sólo lo justo y necesario a Puente Alto, donde viven y han estudiado sus hijas.
A caballo, a pie, como montañista, arriero o habitante de este pueblito encajonado en la cordillera, el Moncho parece una leyenda moviéndose entre sus cerros. Artesano, constructor de la capilla de Baños y artista de su propio Tambo, es el personaje de las mil y una historias, que cuenta con la mirada en otra parte y las manos siempre ocupadas en la elaboración de algún nuevo artilugio.
Para mí, lo más cercano a un ídolo viviente. Sólo con reverencia era capaz de acercarme a él, de entrar en el santuario de su casa, un compendio de rincones ingeniosos en donde abundan fotos de cumbre, reliquias de montaña y paredes multicolores hechas con botellas y troncos diversos. Desde Santiago, en una calurosa tarde, habíamos llegado con cosas para un asado y mi pregunta para el Oráculo.
Lo cierto es que cualquier pesar se olvida camino a Baños Morales. Los colores de las laderas animan continuamente el paisaje, hasta que aparece el San José como una estampa, imponente como nunca cuando, pasada la hora del ocaso, la nieve destaca con la luz de la luna. Esa visión enamora.
La llegada fue a tientas, anunciada por los perros y seguida de los preparativos, siempre festivos. Más tarde, ya con el corazón contento, seguíamos cerca del fuego conversando una última copa, la paz y el aire límpido elevándonos sobre la cuenca gris de la que nos habíamos escapado. Y lancé la pregunta.
...
-“No te quiere”-. El Moncho encogió un poco los hombros como quien, simplemente, enuncia lo evidente.
El primer momento de las verdades rotundas es, por lo general, intolerable. Hay algo del primer palmazo que trae a la vida, un dolor que nos sacude la negación de encima. Cualquier fantasía autocomplaciente desaparece ante la inminencia de lo real: ya no estamos donde creíamos estar.
De ahí, solamente al mundo. Una inmensidad que sólo puede aprehenderse como pavor frente a lo sublime. Parte y contraparte, liberación y desolación. Mirando el fuego desde la penumbra, me despedí de las cándidas justificaciones que habían sostenido durante tanto tiempo mi relato.
Por supuesto, mi natural porfía haría de este duelo casi un rito. Pero nunca más hubo un oráculo tan mítico que lo anticipara.
Al Moncho lo habíamos conocido ese verano como arriero, aunque su verdadera profesión es ser vividor de la cordillera. Una vocación que lo sustrajo del trágico destino urbano de ir muriendo más rápido a cambio de pesos de más. Tanto él como su señora habían decidido vivir en Baños Morales y bajar sólo lo justo y necesario a Puente Alto, donde viven y han estudiado sus hijas.
A caballo, a pie, como montañista, arriero o habitante de este pueblito encajonado en la cordillera, el Moncho parece una leyenda moviéndose entre sus cerros. Artesano, constructor de la capilla de Baños y artista de su propio Tambo, es el personaje de las mil y una historias, que cuenta con la mirada en otra parte y las manos siempre ocupadas en la elaboración de algún nuevo artilugio.
Para mí, lo más cercano a un ídolo viviente. Sólo con reverencia era capaz de acercarme a él, de entrar en el santuario de su casa, un compendio de rincones ingeniosos en donde abundan fotos de cumbre, reliquias de montaña y paredes multicolores hechas con botellas y troncos diversos. Desde Santiago, en una calurosa tarde, habíamos llegado con cosas para un asado y mi pregunta para el Oráculo.
Lo cierto es que cualquier pesar se olvida camino a Baños Morales. Los colores de las laderas animan continuamente el paisaje, hasta que aparece el San José como una estampa, imponente como nunca cuando, pasada la hora del ocaso, la nieve destaca con la luz de la luna. Esa visión enamora.
La llegada fue a tientas, anunciada por los perros y seguida de los preparativos, siempre festivos. Más tarde, ya con el corazón contento, seguíamos cerca del fuego conversando una última copa, la paz y el aire límpido elevándonos sobre la cuenca gris de la que nos habíamos escapado. Y lancé la pregunta.
...
-“No te quiere”-. El Moncho encogió un poco los hombros como quien, simplemente, enuncia lo evidente.
El primer momento de las verdades rotundas es, por lo general, intolerable. Hay algo del primer palmazo que trae a la vida, un dolor que nos sacude la negación de encima. Cualquier fantasía autocomplaciente desaparece ante la inminencia de lo real: ya no estamos donde creíamos estar.
De ahí, solamente al mundo. Una inmensidad que sólo puede aprehenderse como pavor frente a lo sublime. Parte y contraparte, liberación y desolación. Mirando el fuego desde la penumbra, me despedí de las cándidas justificaciones que habían sostenido durante tanto tiempo mi relato.
Por supuesto, mi natural porfía haría de este duelo casi un rito. Pero nunca más hubo un oráculo tan mítico que lo anticipara.
martes, mayo 08, 2007
Cuestión de osmosis
Tengo la sensación de que mi densidad ontológica es menor a la de la mayoría de las personas.
Qué quiere decir esto? Que desde siempre he tenido problemas con la gente sólida. O que tengo complejo de sombra, que ocasionalmente me he creído transparente, que en no pocas circunstancias me siento profundamente ignorada y que hay momentos en los que simplemente dejo de existir y oscuras siluetas se alimentan de mis restos.
Hay presencias que se imponen. Todos hemos conocido a lo largo de nuestra inevitable vida en sociedad buenos conversadores; personas de gran habilidad social; encantadores relatores de historias; interesados entrevistadores; espíritus eternamente festivos; ególatras obsesionados; monotemáticos anclados a letanías inmutables; bromistas elegantes, casuales y otros decididamente vulgares. En resumen, seres que atraen miradas, pensamientos, emociones. Seres que nos exigen la adopción de una posición hacia ellos.
Éstos son los seres que me parecen ontológicamente densos, cuya energía supera su propio espacio vital. Su naturaleza rebosante implica indefectiblemente la ocupación de un espacio que no es propio, lo que los hace imperialistas. Lo que, a su vez, significa que parte de su ser ocurre en seres vecinos de menor densidad ontológica.
Las consecuencias de esta colonización de ser dependen de la subjetiva recepción del ser ontológicamente menos denso. Seres que entre partícula y partícula constitutiva del ente albergan territorio en blanco, silencios, omisiones, opacidades y cuyos límites no resultan claros. En lugar de contrastar con el vacío, marcan una transición tan gradual que les amerita calificativos como “etéreos”, “livianos” o “sutiles”.
Balance cósmico o cuestión de osmosis. Globalmente se entiende perfectamente. Pero individual y celularmente puede vivirse como una experiencia de aniquilamiento.
Éste es mi escenario. Éste, mi recuento fragmentado. Existencia interrumpida por ciertas solideces que todavía me sacuden en espasmos. He estado en lugares llenos de gente sólida de la intimidante. Noches en las que, entre broma y broma, ha brillado un arma cortante o ha caído un mazo rotundo. El impacto ha quedado grabado en mi memoria como un relámpago blanco. Ante la incertidumbre, he llegado a retroceder unos pasos, mi pasividad esperando que la distancia me regale el dominio de la situación. Sin saber que, en realidad, no hay distancia, porque esos segundos han bastado para que las siluetas me rodeen y comiencen un baile frenético.
En cuestión de instantes, hay risas, estocadas, la muerte. Quedo en el piso tratando de convocar mi propia presencia. Es de otros ya. Hay que esperar a que se duerman. Sólo cuando caigan, cuando decidan irse, podré movilizar mi vacío hasta el próximo pasillo y reconstituir desde su alero los límites originales. Ellos, Vosotros, Nosotros. Él, Tú… Yo?
Qué quiere decir esto? Que desde siempre he tenido problemas con la gente sólida. O que tengo complejo de sombra, que ocasionalmente me he creído transparente, que en no pocas circunstancias me siento profundamente ignorada y que hay momentos en los que simplemente dejo de existir y oscuras siluetas se alimentan de mis restos.
Hay presencias que se imponen. Todos hemos conocido a lo largo de nuestra inevitable vida en sociedad buenos conversadores; personas de gran habilidad social; encantadores relatores de historias; interesados entrevistadores; espíritus eternamente festivos; ególatras obsesionados; monotemáticos anclados a letanías inmutables; bromistas elegantes, casuales y otros decididamente vulgares. En resumen, seres que atraen miradas, pensamientos, emociones. Seres que nos exigen la adopción de una posición hacia ellos.
Éstos son los seres que me parecen ontológicamente densos, cuya energía supera su propio espacio vital. Su naturaleza rebosante implica indefectiblemente la ocupación de un espacio que no es propio, lo que los hace imperialistas. Lo que, a su vez, significa que parte de su ser ocurre en seres vecinos de menor densidad ontológica.
Las consecuencias de esta colonización de ser dependen de la subjetiva recepción del ser ontológicamente menos denso. Seres que entre partícula y partícula constitutiva del ente albergan territorio en blanco, silencios, omisiones, opacidades y cuyos límites no resultan claros. En lugar de contrastar con el vacío, marcan una transición tan gradual que les amerita calificativos como “etéreos”, “livianos” o “sutiles”.
Balance cósmico o cuestión de osmosis. Globalmente se entiende perfectamente. Pero individual y celularmente puede vivirse como una experiencia de aniquilamiento.
Éste es mi escenario. Éste, mi recuento fragmentado. Existencia interrumpida por ciertas solideces que todavía me sacuden en espasmos. He estado en lugares llenos de gente sólida de la intimidante. Noches en las que, entre broma y broma, ha brillado un arma cortante o ha caído un mazo rotundo. El impacto ha quedado grabado en mi memoria como un relámpago blanco. Ante la incertidumbre, he llegado a retroceder unos pasos, mi pasividad esperando que la distancia me regale el dominio de la situación. Sin saber que, en realidad, no hay distancia, porque esos segundos han bastado para que las siluetas me rodeen y comiencen un baile frenético.
En cuestión de instantes, hay risas, estocadas, la muerte. Quedo en el piso tratando de convocar mi propia presencia. Es de otros ya. Hay que esperar a que se duerman. Sólo cuando caigan, cuando decidan irse, podré movilizar mi vacío hasta el próximo pasillo y reconstituir desde su alero los límites originales. Ellos, Vosotros, Nosotros. Él, Tú… Yo?
domingo, febrero 25, 2007
Cuando Comer es un Acto Político (y más)
Ya van meses de compras semanales y un asunto que me ronda desde el comienzo. Y es que la comida parece estar sometida a una gradación ecológica, moral e incluso extra terrenal, con las correspondientes incidencias en el precio de lo que se compra.
Vas al supermercado y quieres comprar limones. Hay limones normales, limones orgánicos y limones fairtrade. Quieres comprar huevos. Nuevamente, están los normales, los “free range” y los orgánicos. Incluso el chocolate, el café y el té pueden ser orgánicos, fairtrade o biodinámicos.
Para entender un poco más estos conceptos: la calidad de “orgánico” para un producto vegetal viene dada por el cumplimiento de ciertos estándares de cultivo. Significa, entre otras cosas, que no se utilizó pesticidas convencionales, ni fertilizantes artificiales y que estas frutas y verduras no fueron sometidas a radiación iónica para demorar su descomposición.
La forma de cultivo orgánica se inspira en la organización de los ecosistemas naturales. Por ello, se vale de insectos para combatir las pestes, de plantas y microorganismos para enriquecer el suelo, de árboles para proteger los cultivos y generar microclimas idóneos, e incluso de animales. En el caso de las comidas de origen animal, la producción orgánica no es tratada con antibióticos ni con hormonas para acelerar su crecimiento, ni son genéticamente modificadas.
Ya esta primera división plantea un dilema. No sólo si estoy dispuesta a pagar más por comer más sano, sino también si estoy dispuesta a comer incertidumbre. La oferta de un producto orgánico no significa solamente la garantía de ciertas condiciones de producción y la no utilización de productos que han probado ser perjudiciales para los seres humanos, sino que también nos hace desconfiar del producto no orgánico cuyos antecedentes no se nombran. El silencio respecto a la manera y el lugar de cultivo del limón barato lo vuelve sospechoso. Qué pesticidas habrán sido utilizados? Qué tan cerca de las casas donde hay niños? Por qué es más duro, más paliducho, de cáscara más gruesa que un limón orgánico? Etc., etc., etc.
“Fair trade” va un paso más allá, haciendo de la elección del producto que va a alimentarnos una decisión no sólo individual –relativa a nuestra salud-, sino también social y política. “Fair trade” es un movimiento social organizado que señala un estándar de cuidado ambiental en la producción y de protección a los pequeños productores de países en desarrollo que exportan a países desarrollados.
Su sello acredita que el producto fue comprado a un precio justo a productores que, en otras circunstancias, probablemente habrían quedado marginados del intercambio internacional. Junto con incorporarlos a las redes globales de intercambio, se busca que éstos logren organizarse para poder asumir un papel cada vez menos asistido en las relaciones comerciales.
Nuevamente, el hecho de que las implicancias de nuestra elección trasciendan el propósito de lo que compramos es sumamente interesante. No sólo estoy comprando un limón rico y jugoso para mi ensalada. La brecha en precio que separa al limón sospechoso de mi limón fairtrade me lleva de ser un simple consumidor a ser un filántropo, un ciudadano de la aldea global, un militante de la causa de la globalización democrática. Mi compra de verduras es una instancia de reafirmación de mis ideales. O quizás, la única instancia en la que los afirmo. Qué tan bien me hace sentir conmigo misma comprar un limón fairtrade? Cuánto reafirma mi autoconcepto el sentirme socialmente más consciente? Es legítimo que unos cuantos pesos más tengan un efecto tan tranquilizador en mi conciencia?...
Por último, el biodinamismo, concebido en los 1920’s por el multifacético Rudolf Steiner, busca el equilibrio de los procesos del suelo, los cultivos, los animales del ecosistema y los ciclos cósmicos. Sus granjas autosustentables trabajan con las energías que crean y mantienen la vida, valiéndose del ciclo lunar para saber cuándo plantar y cuándo cosechar. La rotación de cultivos, la combinación de éstos y el constante enriquecimiento del suelo a través de humus estabilizado son también parte de las rutinas biodinámicas.
Esta última alternativa, particularmente popular entre quienes han optado por una vida de reintegración de espíritu, razón y cuerpo, se conoce por el sello Demeter y representa una filosofía de vida. Una implacable predilección por lo que señale una vuelta a comportamientos más solidarios con la tierra y los seres humanos viene de la mano con la noción de que la Tierra se encuentra dentro de un sistema de interrelaciones cósmicas.
Más que tomar una posición respecto a estas nuevas dimensiones de la compra semanal, me impresionan las implicancias que estos estándares –orgánico, fairtrade, biodinamismo- dan al acto de elegir lo que vamos a llevarnos a la boca.
Por una parte, el acto más básico del ser humano se complejiza y se concibe desde la sofisticación del hombre (aún) moderno, confiriéndole a la selección del alimento la dimensión ideológica de adscripción a la igualdad social (ya sea como parte de una consecuencia acérrima o bien como una errática forma de contribución a vagos ideales humanitarios).
Por otra parte, la preferencia por formas de producción y/o cultivo más coherentes con el medio ambiente y de menor impacto para éste habla del descontento del ciudadano postmoderno ante los vacíos del progreso, situación que mueve a replegarse tras las bambalinas del avasallador escenario contemporánero en la esperanza de formular un proyecto de humanidad alternativo.
En ambos casos, a través de estas elecciones parece hacerse más realidad que nunca el dicho “eres lo que comes”. O al menos, nunca hemos aspirado tanto a serlo como ahora.
Vas al supermercado y quieres comprar limones. Hay limones normales, limones orgánicos y limones fairtrade. Quieres comprar huevos. Nuevamente, están los normales, los “free range” y los orgánicos. Incluso el chocolate, el café y el té pueden ser orgánicos, fairtrade o biodinámicos.
Para entender un poco más estos conceptos: la calidad de “orgánico” para un producto vegetal viene dada por el cumplimiento de ciertos estándares de cultivo. Significa, entre otras cosas, que no se utilizó pesticidas convencionales, ni fertilizantes artificiales y que estas frutas y verduras no fueron sometidas a radiación iónica para demorar su descomposición.
La forma de cultivo orgánica se inspira en la organización de los ecosistemas naturales. Por ello, se vale de insectos para combatir las pestes, de plantas y microorganismos para enriquecer el suelo, de árboles para proteger los cultivos y generar microclimas idóneos, e incluso de animales. En el caso de las comidas de origen animal, la producción orgánica no es tratada con antibióticos ni con hormonas para acelerar su crecimiento, ni son genéticamente modificadas.
Ya esta primera división plantea un dilema. No sólo si estoy dispuesta a pagar más por comer más sano, sino también si estoy dispuesta a comer incertidumbre. La oferta de un producto orgánico no significa solamente la garantía de ciertas condiciones de producción y la no utilización de productos que han probado ser perjudiciales para los seres humanos, sino que también nos hace desconfiar del producto no orgánico cuyos antecedentes no se nombran. El silencio respecto a la manera y el lugar de cultivo del limón barato lo vuelve sospechoso. Qué pesticidas habrán sido utilizados? Qué tan cerca de las casas donde hay niños? Por qué es más duro, más paliducho, de cáscara más gruesa que un limón orgánico? Etc., etc., etc.
“Fair trade” va un paso más allá, haciendo de la elección del producto que va a alimentarnos una decisión no sólo individual –relativa a nuestra salud-, sino también social y política. “Fair trade” es un movimiento social organizado que señala un estándar de cuidado ambiental en la producción y de protección a los pequeños productores de países en desarrollo que exportan a países desarrollados.
Su sello acredita que el producto fue comprado a un precio justo a productores que, en otras circunstancias, probablemente habrían quedado marginados del intercambio internacional. Junto con incorporarlos a las redes globales de intercambio, se busca que éstos logren organizarse para poder asumir un papel cada vez menos asistido en las relaciones comerciales.
Nuevamente, el hecho de que las implicancias de nuestra elección trasciendan el propósito de lo que compramos es sumamente interesante. No sólo estoy comprando un limón rico y jugoso para mi ensalada. La brecha en precio que separa al limón sospechoso de mi limón fairtrade me lleva de ser un simple consumidor a ser un filántropo, un ciudadano de la aldea global, un militante de la causa de la globalización democrática. Mi compra de verduras es una instancia de reafirmación de mis ideales. O quizás, la única instancia en la que los afirmo. Qué tan bien me hace sentir conmigo misma comprar un limón fairtrade? Cuánto reafirma mi autoconcepto el sentirme socialmente más consciente? Es legítimo que unos cuantos pesos más tengan un efecto tan tranquilizador en mi conciencia?...
Por último, el biodinamismo, concebido en los 1920’s por el multifacético Rudolf Steiner, busca el equilibrio de los procesos del suelo, los cultivos, los animales del ecosistema y los ciclos cósmicos. Sus granjas autosustentables trabajan con las energías que crean y mantienen la vida, valiéndose del ciclo lunar para saber cuándo plantar y cuándo cosechar. La rotación de cultivos, la combinación de éstos y el constante enriquecimiento del suelo a través de humus estabilizado son también parte de las rutinas biodinámicas.
Esta última alternativa, particularmente popular entre quienes han optado por una vida de reintegración de espíritu, razón y cuerpo, se conoce por el sello Demeter y representa una filosofía de vida. Una implacable predilección por lo que señale una vuelta a comportamientos más solidarios con la tierra y los seres humanos viene de la mano con la noción de que la Tierra se encuentra dentro de un sistema de interrelaciones cósmicas.
Más que tomar una posición respecto a estas nuevas dimensiones de la compra semanal, me impresionan las implicancias que estos estándares –orgánico, fairtrade, biodinamismo- dan al acto de elegir lo que vamos a llevarnos a la boca.
Por una parte, el acto más básico del ser humano se complejiza y se concibe desde la sofisticación del hombre (aún) moderno, confiriéndole a la selección del alimento la dimensión ideológica de adscripción a la igualdad social (ya sea como parte de una consecuencia acérrima o bien como una errática forma de contribución a vagos ideales humanitarios).
Por otra parte, la preferencia por formas de producción y/o cultivo más coherentes con el medio ambiente y de menor impacto para éste habla del descontento del ciudadano postmoderno ante los vacíos del progreso, situación que mueve a replegarse tras las bambalinas del avasallador escenario contemporánero en la esperanza de formular un proyecto de humanidad alternativo.
En ambos casos, a través de estas elecciones parece hacerse más realidad que nunca el dicho “eres lo que comes”. O al menos, nunca hemos aspirado tanto a serlo como ahora.
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