sábado, noviembre 29, 2008

El Mielo de Félix

La primera vez que escuché sobre el ácido fólico fue en una revista en la consulta del dentista. Un articulillo hablaba de que Julia Roberts estaba intentando quedar embarazada y que seguía una dieta rica en este ácido porque se lo había recomendado el doctor. No tenía idea de para qué servía, pero inmediatamente pensé que cuando decidiera tener un hijo, haría lo mismo.

Mi embarazo, sin embargo, llegó como una sorpresa. Supe de él el día de mi cumpleaños 29, cuando tenía ya 7 semanas de gestación. Al día siguiente estaba haciéndome la primera ecografía y preguntándole al doctor sobre el ácido fólico, a lo que me recetó unas vitaminas prenatales, diciendo que era una dosis suficiente. No contenta con esto, dos días más tarde estaba comprando además un suplemento de ácido fólico que tomé regularmente hasta el término del tercer mes.

El primer mes de sabernos papás fue lejos el período más idílico de todo el embarazo. Vivíamos esta novedad cada minuto, haciendo planes con nerviosismo, susto y una emocionada anticipación. Soñábamos a este hijo y sus hazañas mientras recorríamos la isla de Tierra del Fuego. Queríamos abarcarla entera, caminos rectos hasta el cielo, parques nacionales, cerros, la cordillera Darwin que asomaba, ciudades desérticas, guanacos, zorros, ñandúes, la pampa. El espacio ilimitado invitaba a soñarlo todo mientras llevábamos nuestro secreto con nosotros, lejos de todo el resto del mundo. En nuestras primeras vacaciones de a tres, pasamos horas hablando de las cosas que haríamos, los lugares que visitaríamos.

Los meses que siguieron pasaron dejando la maravillosa sensación de que todo iba perfecto. Cada visita mensual al doctor terminaba con un alentador "te sacaste un 7 en el control de hoy"; por primera vez en mi vida, sentía una sintonía con mi cuerpo, que me parecía sumamente fuerte y sano. Hasta un inolvidable 28 de julio.

Con 7 meses y medio de embarazo, el control de rutina mostró un ventrículo del cerebro ligeramente más dilatado. Al día siguiente, estábamos haciendo la ecografía de mayor resolución, a la que entró un médico con una estudiante en práctica. El tiempo se alargaba más y más, y recuerdo haber escuchado del doctor "L5". Como no podía ver la pantalla, que estaba vuelta hacia ellos, sólo esperaba, sin entender por qué Nicolás se empeñaba en tomarme la mano. Hasta que don doctor, con un desprendimiento que me laceró la integridad, lo dijo sin ningún miramiento: "su hijo tiene espina bífida. Vístete y en la sala del lado les contaré de qué se trata".

Ya tiene casi tres meses de vida, mi hijo Félix. Hemos hecho todo lo que había por hacer. Hemos recibido con estoica y adecuada sonrisa los torpes y ligeros comentarios de los médicos, aprendido a no anticipar victorias y a ser resilientes ante las malas noticias. Con infinito dolor nos sobrepusimos a ese primer diagnóstico y empezamos la frenética tarea de preparar, en un mes, el nacimiento de nuestro pequeño, tan distinto a lo que habíamos querido.

Hoy pienso que nunca va a dejar de doler. Cada vez que veo un niño caminando, pienso que ése podría haber sido mi hijo. Que hice todo lo que estuvo a mi alcance porque así fuera. Que siempre fui sana, hice deporte, que me gustaba llevar una vida saludable, que siempre fui tan, tan ordenada, mientras que hay gente que vive embarazos de forma tan imprudente...

Aquí vamos, Teletón de por medio y encomendados enteros, ahora que entendemos que viviremos sobrepasados de por vida y no hay forma de planificar lo que viene. La vida en cajita se terminó el día que supimos que el tubo neural de Félix no se había cerrado completamente y las terminaciones nerviosas de la espina dorsal escapaban por la quinta vértebra lumbar y la primera sacra.

Y a pesar de todo, amo este mielo; esta parte de mi hijo que lo hace diferente, pero me hizo verlo como el valiente que es y el tesoro bienamado que es para mí. Sé que Félix será profundamente feliz. Todos viviremos dando gracias por la oportunidad de dejar esta vida con una lección a nuestro haber.