domingo, octubre 29, 2006

El Boot Market

Vengo llegando del mercado que se hace en el estacionamiento de la estación de trenes todos los domingos. Cada vendedor llega con su auto, van o camión, ocupa uno de los espacios designados y despliega sus mercancías para la venta.

Esta feria tiene algo de carnavalesco y apocalíptico. El afán de vender transforma a los herméticos ingleses en seres altamente locuaces, dispuestos a compartir su experiencia respecto al uso de los artefactos o bienes a la venta. “Ese Tesauro te será de inmensa ayuda”; “Excelente libro. ¿Eres tú historiadora?”. Todo tipo de personajes proliferan en este lugar: las niñas hippies que rematan hileras de ropas coloridas, las familias que ofrecen la casa entera, exponiendo muebles, alfombras, lámparas y sillones; los viejos solos que venden botellas de todos los colores y tamaños, y uno que otro dedicado a precisas colecciones de maquinaria antigua, que exhibe orgulloso y lupa en mano para garantizar la funcionalidad de sus cámaras de foto, relojes de mesa y cosas por el estilo; la pareja que se instala en sillas de playa a tomar vino mientras dictan con convicción rotunda los precios a los que venden fuentes de loza, platos de peltre y cajitas de adorno; los enérgicos vendedores de fruta que ofrecen a viva voz las promociones del día, junto al puesto del griego que vende aceitunas, y descoloca a todos los gringos diciéndoles “Quiere probar una?”.

Entre todos estos personajes se forma una complicidad festiva que contagia a los concurrentes, de modo que durante la mañana del domingo, en el estacionamiento de la estación de trenes, las convenciones sociales parecen quedarse fuera y todos entran dispuestos a bromear con desconocidos, a mezclarse con los otros, a confiarle a una vendedora con cara de mística un particular mal y seguir su consejo, a escuchar las historias de un vendedor y su disco. A integrarse personalmente en el intercambio de bienes previamente personales.

Lo que me lleva a un segundo punto.

Todas las cosas que se venden en esta feria proceden del desmantelamiento de un hogar. Lo primero que compré en el mercado fueron libros. Y lo primero que me impresionó fue que alguien que alguna vez se hubiera interesado en comprar esos libros, de referencia obligada y constante para cualquier interesado en la materia y, por ende, no desechables, quisiera deshacerse de ellos. Resultó, sin embargo, que muchas veces no eran los dueños en cuestión los que vendían sus cosas, sino sus herederos, lo cual me dejó pensando… en el fin del tiempo pasado.

El fin del tiempo transcurrido, el borrón y cuenta nueva de las nuevas generaciones que llenan sus casas de muebles comprados en oferta y se deshacen del kitsch amanerado de las casas de antes, de las teteras con ribetes dorados, de los sillones estampados con flores, prefiriendo una línea minimalista y ahistórica. Qué implicancias sociales y políticas tienen nuestras preferencias por líneas de diseño que se abstraen de su entorno cultural y político? Estos objetos decorativos, desde su neutralidad, permiten una convivencia de lo ecléctico y multicultural sin mayor disonancia en los espacios, pero muchas veces también sin mayor identidad.

En fin. Dispersamente, quiero llegar a una impresión que me dio el mercado: la democratización del legado familiar. Atribuible, supongo, al predominio de la familia celular por sobre la familia extendida, en este segmento de la población inglesa se traduce en una aparente ausencia de legitimación histórica familiar. La mitificación y fetichización de la cultura material que se hereda de generación en generación parece haberse esfumado del imaginario colectivo de estas personas, ocupadas en vivir en caros y reducidos espacios que les impiden constituirse en continuadores del legado familiar. Los talismanes familiares, entonces, se dispersan y se transforman en bienes de consumo, de manera que en la feria puede adquirirse fotos de ancestros anónimos, catalejos de algún abuelo que añoraba sus años de navegante, mapas y guías de viaje del tío trotamundos, libros infantiles de los niños de la casa, teteras y lámparas de antiguas parientas solteronas.

Menos aspiracionales, más conscientes de que la legitimidad histórica es un privilegio dado por el poder? Más democráticos en su propósito de redistribución de cultura material histórica? Seguiré yendo, domingo a domingo, a ver si entre tanto carnaval se revela una respuesta.

sábado, octubre 07, 2006

Moon Festival

Hoy viernes estuvimos de fiesta en la casa. Nuestra integrante taiwanesa invitó a todos a participar de una festividad china en honor a la luna, que normalmente congrega a toda la familia en torno a un asado.

Sin embargo, debido al clima nuestra celebración tomó la forma de otro plato chino, el hot pot. Básicamente, ollas humeantes de caldo picante en las que todo tipo de alimentos se van cocinando: tofu, hojas de repollo, choclos, dientes de dragón, carne, pollo y fideos de arroz dispuestos en platos esperan ser metidos dentro de estas ollas.

El asunto funciona como una comida interactiva en la que cada comensal se levanta de la mesa, pone a cocinar sus alimentos y luego se los sirve, para terminar condimentándolos con una salsa espesa que a su vez lleva cebollín, ají pico de gallo y ajo crudo.

Yo fui la encargada oficial de lo bebible, por lo que me tomé muy en serio mi papel y volví con un invaluable y extrañamente barato Casillero del Diablo, además de jugos varios muy agradecidos por los musulmanes de la casa.

Más allá de lo agradable que es no tener que cocinarse una noche, la comida estuvo realmente exquisita y, de a poco, todos los habitantes de la casa fueron sumándose a la celebración, algunos incluso trayendo a sus amigos.

Fue un momento demasiado agradable. Todos conversando, todos compartiendo y, más tarde, lavando, ordenando y limpiando la cocina. Fue la primera vez que realmente hubo espíritu de casa.

Esta noche se celebra porque es el momento en el que la luna se ve más grande en todo el año. Se le recuerda a través de una historia que vincula a tres personajes que habitan las planicies lunares: un hombre condenado a cortar un árbol cuya corteza jamás se rompe, una mujer que robó un elixir de la eterna juventud y un conejo que machaca las hierbas de las que se produce dicho elixir.

Lo importante, sin embargo, es la posibilidad que da esta fiesta de reunir a toda la familia en torno a una celebración, momento que aprovechamos nosotros para ahondar en conversaciones y conocer un poco mejor las vidas de los demás: varios llegan acá en pareja, ambos a estudiar. Otros dejaron pololos, esposos, hasta un pequeñísimo hijo… Cuánto se gana, cuánto se deja. Cuánto pretendemos lograr para que haya valido la pena la distancia, la espera, la ausencia.

Aventuras en la Micro

Si hay algo de lo que los propios ingleses se quejan en su país es el transporte público. Visto desde mi realidad, a mí me parece perfecto: cada parada estipula claramente qué buses se detienen y cuántos minutos faltan para que llegue cada bus; a su vez, los buses se detienen sólo en las paradas designadas y no recogen ni dejan a nadie fuera de ellas; y, por último, jamás pasan los 40 kilómetros por hora, lo que significa que una lata de bebida puede permanecer en pie sin ningún soporte durante un trayecto completo.

Los invito a cerrar los ojos e imaginarse por un momento una micro sin frenadas abruptas.

En los buses, de dos pisos, los ingleses siempre van a preferir sentarse en una corrida de asientos vacíos antes de compartir el viaje con otra persona. La diferencia con los chilenos es que los ingleses ocupan el asiento de la ventana, porque no existe el peligro de que llegue alguien que se siente del lado del pasillo y te asalte subrepticiamente, dejándote sin celular, plata o incluso mochila.

Ya que el dicho dice que “en Roma hay que actuar como los romanos”, el otro día me volvía a la casa en bus y me puse del lado de la ventana. En una de las tantas paradas que hace el bus antes de mi destino (me toma alrededor de 20 minutos llegar de la U a la parada cerca de mi casa), se subió una señora que me pareció extraña y se sentó al lado mío.

Al principio me llamó la atención porque se subió al bus hablando incesantemente, sin ninguna pausa. En cuanto se sentó, noté el pase libre para el bus. Y en lo que siguió, presencié un interminable ciclo de letanías, sollozos, reproducción de conversaciones que – según me pareció- alguna vez escuchó de su madre, sacarse la placa y escarbarla, sacarse los mocos, tocarse el pelo, agarrarse la cabeza y nuevamente volver a las letanías.

Mi primera reacción fue de sorpresa e incluso rechazo ante las actitudes de mi vecina de asiento. Pero a la vez, sentí respeto por el sistema de este país, capaz de integrar a su realidad cotidiana a quienes escapan tan visiblemente de la norma.

En general, las enfermedades mentales son lejos nuestro peor temor. La sola posibilidad de perder el control sobre nuestros impulsos deja helada a la mayoría de la gente. La terrible fortuna de sufrir una enfermedad mental condena al afectado al exilio del presente, pasando a ser recordado solamente a traves de su pasado "sano". La locura, sin embargo, no es disfuncional en sí; es la consciente omisión de ella lo que sí resulta disfuncional y patológico.

A lo que voy es a que no había nada de malo en que esa mujer murmurara letanías, sollozara, escarbara su placa y se sacara los mocos. El problema era que mi estructura mental me impedía concebir que ese tipo de conductas pudieran ocurrir en el espacio público. Porque, para mí, el espacio público es un lugar de norma.

Hasta entonces, nunca había estado consciente de lo dictatorial de nuestro concepto de espacio público. No me había percatado del rígido canon que se impone a todo aquél que desee acceder a dicho espacio. Porque no lo consideramos un derecho de todo ciudadano, sino un privilegio de los que alcanzan los mínimos requisitos de “normalidad” que imponemos desde nuestra inseguridad colectiva.

Lo que vi ese día en el bus me mostró un país sin complejos (en este ámbito), capaz de mostrar a sus ciudadanos distintas formas de habitar la realidad. La posibilidad de integración que se le da a una persona que vive una condición de percepción alterna, otorgándole un grado de autonomía coherente con sus capacidades, es tan benigna para esa persona como para el resto de los habitantes, que crecen cara a cara con lo diverso, pudiendo desenvolverse en un mundo más honesto, que conjuga sin conflictos sus extremos antitéticos.

viernes, octubre 06, 2006

Un Alto

Imposible no hacer un alto en el camino. Dicen que todo plazo se cumple y éste prometía llegar hacía tiempo. Y aquí se instala, como una verdad feliz pero que aún me parece extraña: mi hermana se casa.

La cabra chica molestosa que nunca me dejaba tranquila cuando yo quería jugar sola; la niñita agrandada que reclamaba su autogobierno; la personita dulce, noble y maravillosa que emergió de sí misma, aprendiendo a ocupar esa inmensa energía y convicción vital que la distinguen.
Siempre me ha impresionado que una persona tan chica y tan flaca tenga tanto carácter. Pero aún más me admira su capacidad de evolución, la voluntad con la que cada día se acerca más a lo que quiere ser, humanamente hablando.

Es difícil pensar la vida sin la cotidianeidad de su presencia. Detalles como compartir el baño asientan una relación tan profunda como la fraternidad en un cómodo terreno que permite vivir el vínculo como un juego, sin solemnidades.

Parece increíble pensar que llegará un día en que habremos vivido más tiempo separadas que juntas. La ilusión de las similitudes va dando paso a estos nuevos caminos paralelos, en los que inexorablemente nos diferenciamos, separamos, adecuamos los espacios para ser lo proyectado.

Termina la cotidianeidad y comienza la ocasionalidad. Y como siempre que se sale de una etapa que ha durado toda la vida, parece haber sido un sueño. Quizás nunca vivimos juntas. Quizás éste es el primer momento de vigilia y te despiertas feliz ante lo que espera y yo feliz por ti, y no hay nada que extrañar porque nada ha sido aún y lo que será, será para siempre.

Shock Cultural I

No llevo ni dos días aquí todavía y ya me bajan las nostalgias. Es cierto que uno nunca es más lo-que-es que cuando está entre los-que-no-son-lo-que-uno-es. No es ninguna gracia definirse por contraposición. Demasiado evidente… pero así es.

Nunca me he sentido más latina que ahora que no estoy en mi país (que no quiero entender como estructura político-administrativa sino como órgano cultural). Nuevo México fue distinto, porque había más latinos y nunca me faltó un cable que me llevara de vuelta a tierras más cálidas.

Nostalgia. El solo hecho de sentir nostalgia de lo propio tan pronto me latiniza. Nostalgia al entrar a una casa en la que nadie sale de sus piezas para presentarse a los nuevos, para conocerse. Nostalgia del contacto físico al que estamos acostumbrados, el beso de saludo, el abrazo entre los amigos, la mano empática en el hombro. El hacerse presente en el espacio físico del otro.
Se me viene a la memoria el triste testimonio de un hombre; puede haber sido el personaje de un libro. Decía que a veces atropellaba a la gente, o los empujaba, sólo por la necesidad de sentir un cuerpo contra el suyo. Y pienso en eso.

Sin contacto físico, las relaciones se vuelven etéreas. Todo es estructura, contención, no entrar ni verbal ni físicamente en el territorio del otro. Y claro, es sumamente correcto. Pero también sumamente aburrido.

El punto es que hoy me di cuenta de que no había tocado a nadie desde que estoy aquí y me bajó la paranoia, la necesidad de algún contacto físico que me bajara a la realidad de lo táctil, que me devolviera la certidumbre de la existencia. Regalo de la casualidad, cuando volvía caminando con mi compañera de casa hindú hoy en la tarde, me corrí para esquivar a otro caminante y choqué levemente contra ella.

Qué alivio más grande.