sábado, octubre 07, 2006

Aventuras en la Micro

Si hay algo de lo que los propios ingleses se quejan en su país es el transporte público. Visto desde mi realidad, a mí me parece perfecto: cada parada estipula claramente qué buses se detienen y cuántos minutos faltan para que llegue cada bus; a su vez, los buses se detienen sólo en las paradas designadas y no recogen ni dejan a nadie fuera de ellas; y, por último, jamás pasan los 40 kilómetros por hora, lo que significa que una lata de bebida puede permanecer en pie sin ningún soporte durante un trayecto completo.

Los invito a cerrar los ojos e imaginarse por un momento una micro sin frenadas abruptas.

En los buses, de dos pisos, los ingleses siempre van a preferir sentarse en una corrida de asientos vacíos antes de compartir el viaje con otra persona. La diferencia con los chilenos es que los ingleses ocupan el asiento de la ventana, porque no existe el peligro de que llegue alguien que se siente del lado del pasillo y te asalte subrepticiamente, dejándote sin celular, plata o incluso mochila.

Ya que el dicho dice que “en Roma hay que actuar como los romanos”, el otro día me volvía a la casa en bus y me puse del lado de la ventana. En una de las tantas paradas que hace el bus antes de mi destino (me toma alrededor de 20 minutos llegar de la U a la parada cerca de mi casa), se subió una señora que me pareció extraña y se sentó al lado mío.

Al principio me llamó la atención porque se subió al bus hablando incesantemente, sin ninguna pausa. En cuanto se sentó, noté el pase libre para el bus. Y en lo que siguió, presencié un interminable ciclo de letanías, sollozos, reproducción de conversaciones que – según me pareció- alguna vez escuchó de su madre, sacarse la placa y escarbarla, sacarse los mocos, tocarse el pelo, agarrarse la cabeza y nuevamente volver a las letanías.

Mi primera reacción fue de sorpresa e incluso rechazo ante las actitudes de mi vecina de asiento. Pero a la vez, sentí respeto por el sistema de este país, capaz de integrar a su realidad cotidiana a quienes escapan tan visiblemente de la norma.

En general, las enfermedades mentales son lejos nuestro peor temor. La sola posibilidad de perder el control sobre nuestros impulsos deja helada a la mayoría de la gente. La terrible fortuna de sufrir una enfermedad mental condena al afectado al exilio del presente, pasando a ser recordado solamente a traves de su pasado "sano". La locura, sin embargo, no es disfuncional en sí; es la consciente omisión de ella lo que sí resulta disfuncional y patológico.

A lo que voy es a que no había nada de malo en que esa mujer murmurara letanías, sollozara, escarbara su placa y se sacara los mocos. El problema era que mi estructura mental me impedía concebir que ese tipo de conductas pudieran ocurrir en el espacio público. Porque, para mí, el espacio público es un lugar de norma.

Hasta entonces, nunca había estado consciente de lo dictatorial de nuestro concepto de espacio público. No me había percatado del rígido canon que se impone a todo aquél que desee acceder a dicho espacio. Porque no lo consideramos un derecho de todo ciudadano, sino un privilegio de los que alcanzan los mínimos requisitos de “normalidad” que imponemos desde nuestra inseguridad colectiva.

Lo que vi ese día en el bus me mostró un país sin complejos (en este ámbito), capaz de mostrar a sus ciudadanos distintas formas de habitar la realidad. La posibilidad de integración que se le da a una persona que vive una condición de percepción alterna, otorgándole un grado de autonomía coherente con sus capacidades, es tan benigna para esa persona como para el resto de los habitantes, que crecen cara a cara con lo diverso, pudiendo desenvolverse en un mundo más honesto, que conjuga sin conflictos sus extremos antitéticos.

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