sábado, mayo 06, 2006

El Derecho a lo Privado


Me costó mucho empezar a tener celular. Nunca me gustó la idea de estar siempre disponible, de perder el derecho a borrarme del mundo cuando fuera un ser en tránsito, o quisiera salir a caminar, o quisiera estar sola. Además, los celulares son los principales culpables de las presencias mediocres. Al final nunca se está solamente donde se está, entre las llamadas y los mensajes de texto que reclaman a la persona a otro espacio.

Igual, terminé negociando entre la tecnología y mi natural tendencia al hermetismo y tuve celular. Cinco años después, lo sigo teniendo. Me impresiona el poder de este aparatito, que se transforma en reloj, agenda, bitácora social. Mensajes de voz, registro de llamadas, van dejando testimonio digital de todas las personas que pasan por él y forman parte de mi vida. El mundo social está delimitado por la capacidad del directorio del teléfono y a pesar de su reducida espacialidad, tiene un poder que raya casi en lo mágico. Confirmaciones, justificación de ausencias, felicitaciones, rupturas, distancias, todo pasa por el celular, extensión del ser en la esfera extra física de las comunicaciones, de forma que el lenguaje electrónico se entiende como sustituto de la palabra persona a persona.

Demasiado, o no? A mí me asusta. Pero, las tecnologías de comunicación nos aseguran mantener relaciones que la finitud del espacio físico no permite. Y hay que confesar que la tentación de estar comunicada con las personas que son parte de mi universo digital es grande, porque siento que me debo a la gente que quiero. Mi remanente de resistencia, por eso, ha debido focalizarse en los anónimos.

En esos casos, tanto por convicción como por el miedo paranoico a una exposición que no controlo, el teléfono suena y suena. Por mientras, me convenzo de la importancia de tener un poco de intimidad, un espacio en el día que no pueda ser atravesado por una urgencia. Y así se instala mi política de nunca contestar los números desconocidos.

Territorio Umbrío



El nombre de este espacio se lo debo a María Luisa Bombal, tremendísima escritora chilena.
De ella sabía lo justo y necesario, El Árbol y La Amortajada de rigor, del que heredé algún vislumbre adolescente sobre la fuerza de las mujeres de la Bombal, cierto magnetismo a la nostalgia y la angustia.

Y sería.


Hasta las Obras Completas y esta palabra, "umbrío", que se colaba en todos sus cuentos. Desde la ambigüedad de un término que se define por oposición, me encantó esta palabra que se cierra a la obviedad de lo evidente. "Umbrío" no es un lugar de sombras; es un lugar donde da poco el sol. Corre, así, un velo por sobre lo que nombra, enverdeciendo el misterio, invitando a un territorio de exploración en el que ya no se conoce lo que se ve, sino lo que se intuye. Y así, la entrada en este espacio implica dejar la antiséptica guarida intelectual y resituarse dentro de uno mismo. Ver desde donde todo nos toca y nos afecta.


La vida de la Bombal me sobrecoge. Un ser absolutamente intenso y apasionado, un genio de oficio prolijo en noches largas, que llevó encima la maldición de sentir que su obra fue fruto de la eterna correción, que siempre faltaba para lograr decir. Y sin embargo, "escribo porque es lo único que sé hacer". La genialidad trágica de no saberse genio, pero sentirse condenada a una vida de escritora maldita. Desamor, soledad, alcoholismo, pobreza. Con todo, la escritura siempre fue zona de revancha, de justicia existencial, de volver todo a su sitio: en lo umbrío, en ese territorio desconocido que trasunta la evidencia, ella se hace hermosa en su contemplación de las relaciones entre mujer y naturaleza. Ambas se buscan hasta consolidar una fusión arquetípica y salvaje en la que permanecen, para obsesión de los hombres de sus historias.