Me costó mucho empezar a tener celular. Nunca me gustó la idea de estar siempre disponible, de perder el derecho a borrarme del mundo cuando fuera un ser en tránsito, o quisiera salir a caminar, o quisiera estar sola. Además, los celulares son los principales culpables de las presencias mediocres. Al final nunca se está solamente donde se está, entre las llamadas y los mensajes de texto que reclaman a la persona a otro espacio.
Igual, terminé negociando entre la tecnología y mi natural tendencia al hermetismo y tuve celular. Cinco años después, lo sigo teniendo. Me impresiona el poder de este aparatito, que se transforma en reloj, agenda, bitácora social. Mensajes de voz, registro de llamadas, van dejando testimonio digital de todas las personas que pasan por él y forman parte de mi vida. El mundo social está delimitado por la capacidad del directorio del teléfono y a pesar de su reducida espacialidad, tiene un poder que raya casi en lo mágico. Confirmaciones, justificación de ausencias, felicitaciones, rupturas, distancias, todo pasa por el celular, extensión del ser en la esfera extra física de las comunicaciones, de forma que el lenguaje electrónico se entiende como sustituto de la palabra persona a persona.
Demasiado, o no? A mí me asusta. Pero, las tecnologías de comunicación nos aseguran mantener relaciones que la finitud del espacio físico no permite. Y hay que confesar que la tentación de estar comunicada con las personas que son parte de mi universo digital es grande, porque siento que me debo a la gente que quiero. Mi remanente de resistencia, por eso, ha debido focalizarse en los anónimos.
En esos casos, tanto por convicción como por el miedo paranoico a una exposición que no controlo, el teléfono suena y suena. Por mientras, me convenzo de la importancia de tener un poco de intimidad, un espacio en el día que no pueda ser atravesado por una urgencia. Y así se instala mi política de nunca contestar los números desconocidos.
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