miércoles, junio 14, 2006

Ir y Venir


Resulta que me voy. En tres meses, estaré durmiendo en otra cama, mirando otras estrellas, comiendo otra comida. Lejos de este lugar que ahora es tan mío. Lejos de la que ahora es "mi gente".
Una amiga muy querida me dijo "Ya me parecía raro que hubieras estado tanto tiempo sin partir". Fue algo por el estilo, pero la idea era ésa. El punto es que su comentario me hizo recordar que alguna vez fui errante. Muy errante. A pesar de que los últimos años haya intentado de todas las formas posibles borrar mis disgregaciones espaciales por una necesidad imperiosa de pertenecer, de tener un mundo que no se venga abajo cada año. Porque cansa tener que volver a definirse cada vez, establecer nuevos registros, dejar tanta gente atrás.

A veces he pensado, qué ganas de haber vivido toda mi vida en el mismo lugar, rodeada de gente que me conozca desde siempre. Qué ganas de pasar una adolescencia buscándose entre gente conocida, en vez de tener que encontrarse en el anonimato de lo nuevo. Qué ganas de no haber dejado tanto en cada puerto.

Nada qué hacerle; mi forma de vivir el desarraigo inicial fue entrando de lleno al divorcio de lo propio. Todo por esa irreprimible necesidad de encontrarle suelo al vacío. Y, sin embargo, en la errancia que asumí a los 16 y que no paró hasta los 22, mi mayor aspiración en la vida era detener el huracán. Asentarse. Pasar de un año al otro sin que esto significara cambiar ciudad, carrera, gente, mundo.

Fue lindo. Es lindo pensar que hay gente de mi cotidianeidad a la que conozco hace cinco años y los he visto ininterrumpidamente. Todo un lujo. Pero como de toda crisis, de ésta salí haciendo lo que sé: buscando un nuevo horizonte, un "más allá" de posibilidades ilimitadas. Tabula rasa, muerte de la circunstancia. Comenzar de nuevo, tomar vida en una nueva forma, dialogar con una nueva ciudad.

Asumir la eterna parodia del errante, que busca liberarse pero arrastra consigo todas las tierras, todas las gentes, tanta, tanta historia. Ya van tres lugares en los que existo simultáneamente. Tres distancias que significan renuncia de self y nuevas adiciones. Nostalgias permanentes, retornos siempre relativos.


Punta Arenas, Magallanes más bien, es mi Abtao personal. Ni un paso puedo dar hacia delante sin volver primero ese paso hacia el principio. Las tardes largas, la ciudad conocida, los cielos, el abrigo, el ser completo. Las pampas, los perros, los amaneceres, la calma del Estrecho. Los caballos. Lejos, mi versión del Paraíso, con su noción de sur, la libertad del viento, la necesidad de ofrendarse a esa tierra como un fruto más de ese suelo y ese frío. Cuando era chica, irse de vacaciones al más benigno norte era el peor acto de traición y cualquier esfuerzo debía ser hecho para enmendarse y ser sur de nuevo. Con todos mis años de deserción, la nostalgia me sigue a donde vaya. Salir de este origen significó renunciar al arraigo y asumir la polaridad de la existencia, marcada por la tensión entre el deseo de pertenecer y la incapacidad de lograrlo.

A Nuevo México llegué por el destino. Nunca habría decidido ir al Oeste norteamericano; mi intención era sustraerme del Santiago al que había llegado en un tiempo que no era mío, y la única manera de hacerlo a los 17 era irme de intercambio. Con la suerte que fue por dos años y la expectación de no poder elegir mi destino. Imposible olvidar el momento en que el avión sobrevoló Albuquerque, antes de aterrizar. Abajo se veía una ciudad absolutamente plana y roja, en medio de una tierra plana y roja, que parecía la mitad del desierto. "Dónde me vine a meter". Lo que no sabía era que el colegio donde iba a vivir estaba en la muchísimo más verde y rural Montezuma, emplazado en medio de las Sangre de Cristo Mountains. Y en menos tiempo del que creí me congracié con esa tierra de contrastes, con sus desiertos y sobre todo, con sus bosques en el ocaso, Ponderosa Pines y Douglas Firs llenos de espíritus danzantes. En uno de ellos me autoproclamé navajo, una más en esta tierra antigua que vive recordando. La nieve sobre las casas de adobe, los osos y la vida en la mitad del bosque. Sebastian Canyon con la más increíble luna llena jamás vista, Storrie Lake y las excursiones a caballo. Nada como volver a la vida en tierras de frontera, en planicies tan familiares, en cielos desplegados hasta el mismo suelo.

Santiago. Llevo 8 años de Santiago en el cuerpo y ya puedo decir que quiero a esta ciudad que, pese a su nombre, es femenina en su acogida de cuenca. En ella todo existe, todo co-existe, entre sus pretensiones de gran metrópoli y su dejo de pueblo antiguo. En esta tensión inherente hay espacio para ser con todas las propias dualidades. Volví a Santiago decidida a conocer la ciudad. Mapa en mano, empecé de a poco a apropiarme de este espacio, a sentarme en sus veredas, a caminar su centro comiendo uvas, en compañía de las botas verdes. A mojarme en su lluvia, tan distinta a las del sur, a las tormentas de granizo del oeste. A enamorarme de su luz, dramática tras las nubes de lluvia, nueva en los cerros recién mojados del invierno, maravillosa en los atardeceres que recibo en mi ventana. Me acostumbré a extenderme en el verano tardío, a las alfombras otoñales de las calles, a la revelación de una cordillera nevada que se viene encima con su frío, a renacer en cada primavera. Amo esta ciudad. Me encanta lo visto y lo vivido. No podría aburrirme de ella porque nunca faltan ojos para verla de nuevo. Desde éste, mi hogar, extraño a veces mis hogares de antes. Pero ya los asumí como mi pasado. Ya puedo construirme desde este regazo.

A cruzar el charco, muy pronto. Cómo será la entrada en el Viejo Mundo para un ser tan americano. Ya se verá y espero, habrá mucho qué contar.

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