viernes, junio 15, 2007

"Todo es para mejor"

El día que todo sea para mejor los preámbulos dejarán de ser la mejor parte; las cicatrices de los planes no concretados no nos privarán de un buen presente; habremos aprendido una lección de todo lo que nos pasa.

Tantas otras cosas más.

Pero, bienvenida realidad. La vida no depara cosas para sus favoritos ni existe una balanza cósmica que distribuya ecuánimemente benignas circunstancias. Creer que “las cosas” –en ese plural tan ambiguo- pasan para mejor es, simplemente, dejarse alucinar por la autocomplacencia.

Por supuesto que sería hermoso vivir en un mundo de progresión infinita, en el que cada acto tuviera significado en el gran relato de la existencia. Pero quienes optan por el salvavidas de creer en la causalidad de la vida sacrifican la enormidad de la existencia por la tranquilidad de hacerla caber en una cajita de regalo.

La vida es inconmensurable. No sólo en el sentido de estar más allá de cualquier intento de aprehensión, sino también porque es imposible concebirla solamente a partir de una variable. Las cosas no son solamente “mejores” o “peores”. Son tremendas, traumáticas, hermosas, devastadoras, atiborrantes, rotundas, vergonzosas, embriagadoras… demasiado mundo para una sola etiqueta.

Además, existe la misma probabilidad de que la vida nos “sorprenda” con cosas buenas o cosas malas. Mañana puedo ganarme la lotería así como puedo tener cáncer. Lo fortuito de la vida no tiene relación con nuestra calidad moral.
Conozco gente buena que ha tenido una vida de mierda. Porque las circunstancias no se merecen; simplemente tocan. Y la idea de que sólo por ser un ser humano medianamente decente deberíamos tener una cierta cuota de circunstancias benignas en nuestra vida me resulta demasiado ingenua, o al menos reduccionista.
Basta mirar un poco para el lado para ver cómo son realmente las cosas.

En cuanto a las circunstancias de nuestra propia hechura, cada ser humano nace con la ayuda (o el desafío) de su respectiva salud mental, su inteligencia social y su propensión a lo trágico. Hay gente que logra combinaciones exitosas y conquista el pedestal de la felicidad y hay quienes viven sometidos por viciosos patrones oscurantistas.
Asumir que existe una regla universal que nos favorecerá en algún momento independientemente de lo que hagamos para conseguirlo, es una manera de desvincularse del compromiso que tenemos con nuestras decisiones.
Todas nuestras decisiones (las activas y las pasivas, los “yo escojo” y los “no me escogieron”) acarrean un costo que debe ser asumido. Aceptar este protagonismo es una manera de apropiarnos de lo que nos sucede y mantenerse al mando de nuestra propia historia.

Por supuesto que resulta tentador “conectar los puntos en retrospectiva”: atribuir nuestra felicidad presente a una cadena de sucesos capaz de justificar todos los malos ratos que hemos tenido es la mejor manera de redimir el dolor de las cicatrices. Pero esta ilusión teleológica no es más que un engaño ególatra: la noción de que no seríamos la persona única que somos si no hubiéramos pasado todo lo que pasamos.

Yo dejaría las cosas así: hay que gozar la vida mientras se puede y hacerle frente el resto del tiempo. Y si de aspiraciones teleológicas y otros afanes de coherencia se trata, el sufrimiento individual puede servir para cultivar la compasión hacia otros y hacerse más sensible a su sufrimiento.

Pucha que da lata pasarlo mal a veces. Sufrir es asqueroso, pero inevitable. Y más que buscar la forma de trivializarlo, lo que hace falta es contingente solidario. Saber acompañar sin prometer esplendores futuros que quizás nunca lleguen. Simplemente, prestar el corazón y ayudar a sentir.

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