Blanca es un bonito nombre. “Negra” es un sobrenombre cariñoso. Y “Gris”… que yo sepa, no era nadie.
Sucedió hace un par de años. La originalidad de mi nombre de pila, que provocaba en algunos una muda consternación, propició gracias a los más audaces el nacimiento de una serie de nombres derivados, que mis interlocutores tomaban como la correcta pronunciación de mi apelativo personal.
Así fue como un día llegué a llamarme “Gris”.
Para muchos, “Gris” podría ser un insulto a la bullente vitalidad de su existencia. Para mí se transformó en una voz de denuncia que ponía de manifiesto mi estratégico plan de camuflaje cromático.
Con gran cuidado y detenida observación había logrado ir asumiendo los colores de las personas o cosas que me rodeaban. En la esquina del almacén adoptaría en un santiamén el amarillo, mientras que si me juntaba con los primos lo haría de verde limón y ciertos sábados de sol sería blanca con rayas naranjas. Sin embargo, el poder del nombre certero se hizo, una vez más, evidente. Bastó con que algún anónimo diera con mi nombre para que todo color superfluo desapareciera y mi grisedad quedara expuesta en toda su expresión.
Mi pelo se puso gris.
Mi piel se puso gris.
Y mis uñas, y mis ojos y mi saliva.
Como toda persona gris, empecé a hacer cosas grises. Comencé a sentirme más cómoda en las horas oscuras y los paisajes nocturnos donde todo se funde y confunde en lo oculto a la vista.
A diferencia de las personas de color, comencé a ver claramente en la negra espesura de la noche. Y lo que vi me confirma que muchas veces es mejor dormir durante esas horas, como lo hacen los colores razonables.
En primera instancia, la oscuridad parece calma. Sin embargo, si se mira con detención y se aguzan los demás sentidos, se percibe una cierta saturación del espacio. Especialmente en ciertos sitios remotos, reducidos o de poco tránsito, una densidad sofocante dificulta el desplazamiento y se abraza de las gargantas.
Los grises más tradicionales jamás se quedan más de un segundo. Indignados ante la falta de normalidad, se alejan blandiendo sus bastones y despotricando contra el caos de hoy en noche. Para mí, esa primera vez, fue inevitable dar un respingo. Porque la oscuridad que siempre imaginaba cargada de monstruos y seres amenazantes estaba realmente llena... de sombras.
El problema es que no eran una o dos esperando detrás de una puerta para asustar al primer color que entrara. Se apiñaban cientos, las unas pisando las narices de otras y terceras agitando sus alas encima de orejas de cuartas que sufrían de otitis. Al principio pensé que quizás había encontrado una oscuridad especialmente benigna, conocida probablemente por sus propiedades terapéuticas o curativas. Sin embargo, una visita a las principales oscuridades de la cuadra me confirmó la situación: todos los recovecos de la noche estaban sobrepoblados.
Como fui aprendiendo en esa oportunidad, una de las ventajas de ser gris es la posibilidad de matizarse según las circunstancias. Aprovechando las mías, busqué una oscuridad donde la competencia por un lugar no fuera demasiado agresiva e intenté integrarme a la pirámide de siluetas apiñadas.
‘Buenas noches. Viene seguido a esta oscuridad en particular?’ –le pregunté a una sombra gordita de lóbulos caídos. Como todo buen gordito, su afabilidad se encargó de llevar la conversación de ahí en adelante, y sin mayor esfuerzo o insistencia de mi parte logré informarme sobre la situación general de las sombras y los problemas sociales del último tiempo.
Resultó ser que, como siempre pasa entre gente tan distinta, la relación entre las personas de colores y sus respectivas sombras no era del todo idónea. Por una cadena de eventos demasiado larga para detallar, las personas de colores comenzaban a desarrollar desde muy pequeñas una fobia a la oscuridad y lo desconocido, lo cual gatillaba en sus sombras un profundo sentimiento de rechazo acompañado de fantasías paranoicas sobre su exterminio colectivo.
Presas del terror y aprovechando la descuidada desvinculación de sus contrapartes multicolores durante el sueño, las sombras se despegaban de los pies de los durmientes a la primera ocasión que tenían (toda sombra ha leído Peter Pan en su infancia), corriendo luego despavoridas a agazaparse en las oscuridades más profundas que la noche podía ofrecerles.
Lo que seguía era una vida muy poco gratificante para cualquier sombra. Hacinamiento, significativo empeoramiento de la calidad de vida y el doloroso proceso de asumirse abandonada. Las sombras que habían dejado recientemente a su parte multicolor mantenían aún la esperanza de que ésta saliera a buscarlas. Pese a que la situación general no era agradable para nadie, había cierta jovialidad en estas sombras que se extrañaba en el resto. Las demás habían caído en una profunda desesperanza y caminaban desgarbadas y arrastrando su pena.
Ah, lo que hay que ver, lo que hay que ver!
Tanta gente que deja marchar su sombra, tanta sombra despegada de las suelas que anda por el mundo sin que nadie la reclame!
En medio de este pensamiento, de repente recordé la mía. Era pequeñita y siempre más rápida, a pesar de tener el ala rota. Pensé que si caminara arrastrando su pena me dolería el alma.
Desde entonces busco mi sombra.
Quiero encontrarla y coserla bien a mis zapatos, para no perderla nunca más. Y estoy segura de que, cuando nos miremos a la cara, me encontrará bastante más parecida a ella de lo que creía.
Soy Gris.
Mi pelo es gris.
Mi piel es gris y mis ojos son grises.
Alguna vez fueron de otro color. Pero eso ya no importa.
No tienes nada de qué temer. Aquí no hay luz que te oscurezca.
lunes, julio 02, 2007
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1 comentario:
hola Gris,
debe ser conflictivo ese sobrenombre, pero veo que lo has asumido muy bien, incluso te has convertido en el.
y por alla en inglaterra? tambien te dicen gris?
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