No se fue él. Me fui yo.
Hace meses que no nos vemos y lo extraño cuando mi ventana sólo me muestra casas y un disminuido Manquehue.
Dos cosas recuerdo con nostalgia: las hojas encendidas por el sol a las 3 de la tarde en el otoño. Su verde del verano meciéndose en la brisa es la segunda, que acostumbraba ser de las mejores pausas. El invierno sin hojas no se lo deseo a nadie, pero también es parte de la historia, y nos costó pero sobrevivimos.
Él aguantó la exasperación con la que le exigía lo que ya era costumbre y yo toleré sus ramas grises golpeando secamente la ventana de noche. Hasta que volvió la primavera, las hojas y el constante murmullo.
Toda ventana debiera tener un árbol.
Toda ventana debiera tener un árbol como toda ciudad debiera tener conductoras en 4x4s respetuosas del peatón, buenas salchichas de tofu y la posibilidad de caminar por el centro sin volver con la nariz negra. Para qué hablar de teteras de colores y tazas de medio litro para entibiar las tardes de invierno.
Un árbol por ventana para hacer respirar la ciudad y hacer bailar los ojos que miran su follaje. Para estimular a las palomas malentretenidas que frecuentan las jaulas del Transantiago y animar a algunos niños de entorno antiséptico a soñar con que son Tom Sawyer y entran a su pieza trepando por su tronco.
Un árbol por ventana, y de esos que botan todas las hojas en otoño, para que se crispen y den ganas de olvidar la línea recta y caminar buscando las más secas para pisarlas; para que todas las hojas tapicen los impecables pastos verdes y desafíen las tentativas de neutralizar el otoño.
Un árbol, un árbol, un árbol, para construir en él la casita que siempre quise, y que ningún árbol chaparrito y barrido por el viento aguantaba encima.
Sólo hace falta un árbol, y nunca más hay que vivir con los pies en la tierra.
miércoles, marzo 12, 2008
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
1 comentario:
lindo ghis!!! apoyo la idea del arbol por ventana!!! me uno
Publicar un comentario