Parece que era más feliz antes.
No puedo sacarme esa sensación de encima. Si cierro los ojos y trato de imaginarme la felicidad, su aproximación más certera es el camino a las Torres escuchando Led Zeppelin. Mirando los cielos infinitos, con mi mochila esperándome atrás y la anticipación del retorno.
Nada que hacerle. Lo extraño con dolor, todo el tiempo. Quiero perderme dentro de ese Valle, permanecer para siempre donde todo el resto es prescindible.
Hay días en los que nos despertamos pensando en simple. No en lo que se debe y cómo se debe, ni con la compleja red de metas a largo plazo que justifican la postergación de nuestro bienestar inmediato. Hoy, por ejemplo, me acordé de la felicidad.
La verdad es que pocas veces visito la memoria. Prefiero que el presente me despierte de vez en cuando un sonido, un olor o un paisaje dormido en el recuerdo a mirar la vida bajo el lente del pasado.
Hoy, sin embargo, recibí noticias de esas amistades antiguas que se diluyen con los años. Una amiga de mis tiempos de novata en la universidad que me hizo recordar el ilimitado universo social, la facilidad con la que resultaban los planes y la despreocupación general con la que vivía la vida. Todo parecía tan lejano aún, la seriedad de los compromisos, la realidad laboral, el futuro con sus sílabas amenazantes. El mundo era efervescente, dinámico, discontinuo. Y bastante, bastante más luminoso.
Me gustaba esa felicidad de pájaro.
Me gustaba tener mochila, tiempo y compañía.
Hace un tiempo que he debido dejar mi mochila.
Ciertas noches, cada vez más seguido, empecé a despertar con el corazón acelerado y angustia de cuello y corbata. El mundo empezó a parecer una enorme maquinaria sincronizada por el latido del capital y mi burguesa humanidad resintió la marginación, por lo que resolvió una estrategia de incorporación esgrimiendo el conocimiento como moneda de cambio. Una compleja red psicoeconómica que me llevó a dejar el talismán nomádico de lado.
Ahora hay otras noches en que siento que ya no se puede más. Que es hora de ir a como dé lugar. No por esa felicidad ligera que se había quedado entrampada, sino por urgencia, por la íntima necesidad que me consume de volver a lo mío. A lo más, más amado.
sábado, junio 30, 2007
viernes, junio 22, 2007
Autorreferencias II (o "Mi Suerte")
Esta semana han pasado dos cosas inesperadas y afortunadas. De hecho, tan afortunadas que apenas me las creo todavía.
El domingo pasado andaba haciendo las compras de la semana cuando sonó mi celular. Como era número desconocido y nunca contesto los teléfonos desconocidos, lo puse en silencio y seguí absorta en las verduras. Pero el teléfono mudo igual vibra y el número desconocido llamó dos y tres veces más. Hasta que, a la cuarta, pensé que algo tan urgente debía ser atendido.
El llamador misterioso era Ben, un amigo de Australia que conocí en el UWC de Nuevo México, y al que he visto un par de veces cuando voy de visita a Londres, donde vive desde hace 7 años.
"Estás en Brighton?" -me preguntó. Apenas alcancé a responderle cuando me dice -"Perfecto. Corre a tu casa, ponte un vestido y ven a Glyndebourne con Alexa (su novia) y conmigo. Tenemos entradas para la ópera a las 4".
Resulta que mi amigo Ben es ahora un exitoso hombre de negocios. Parte de las bondades de su trabajo es el acceso a una vida cultural y social bastante glamorosa y por cierto, más allá de cualquier estándar de glamour de una eterna estudiante en un país tres veces más caro que el propio.
Mi primera reacción, naturalmente, fue decir "NO".
No tengo zapatos.
No estoy en condiciones de usar vestido.
No alcanzo a hacer todo lo que tengo que hacer.
Y además tengo que estudiar.
Pero... y si jugáramos esta patita con la fortuna?
La resolución fue dejar que el reloj fuera el juez de los eventos. Correría por los zapatos, de los zapatos a la ducha, de la ducha al vestido, del vestido al teléfono y del teléfono al taxi. Mal que mal, ésta era una oportunidad en la vida y como todo lo bueno, hay que saber recibirlo cuando viene.
Resultado: el tiempo fue justo, pese a un inesperado taco en el camino y un sistema de navegación incompatible con el amistoso hindú que me llevó. La ópera, maravillosa. El teatro, deslumbrante. La tarde, lejos una belleza. Campiña y tradición inglesa en su máxima expresión.
Mi semana siguió en relativa calma hasta ayer, que recibí una llamada de la oficina de vivienda de la universidad agradeciéndome mi participación en una encuesta y comunicándome que había ganado un premio en el sorteo, el cual podía retirar al día siguiente.
Por lo que hoy partí en la Chapulina a la oficina en busca de mi premio. A lo que doy mi nombre, me dicen: "felicitaciones, te ganaste un iPod".
Será posible tanta suerte? Ambas cosas, la ópera y el iPod, son cosas que por el momento estaban fuera de mis posibilidades. La ópera, porque mi mamá es usualmente la mecenas que me invita en Santiago. El iPod, porque los recursos son finitos y hay otras prioridades.
Las dos cosas, por lo tanto, estaban fuera de alcance y, sin causa ni motivo me fueron obsequiadas. Regalo de la vida, compensación por alguna oscura traición que aún ignoro, malcrianzas azarosas, justicia kármica?
Prefiero quedarme con la fortuna, como la niña del pelo de fuego en las Historias de Ninguno. Sin preguntas, disfrutando lo bueno sin sombra que lo empañe. Temo demasiado las contracaras del sentido.
El domingo pasado andaba haciendo las compras de la semana cuando sonó mi celular. Como era número desconocido y nunca contesto los teléfonos desconocidos, lo puse en silencio y seguí absorta en las verduras. Pero el teléfono mudo igual vibra y el número desconocido llamó dos y tres veces más. Hasta que, a la cuarta, pensé que algo tan urgente debía ser atendido.
El llamador misterioso era Ben, un amigo de Australia que conocí en el UWC de Nuevo México, y al que he visto un par de veces cuando voy de visita a Londres, donde vive desde hace 7 años.
"Estás en Brighton?" -me preguntó. Apenas alcancé a responderle cuando me dice -"Perfecto. Corre a tu casa, ponte un vestido y ven a Glyndebourne con Alexa (su novia) y conmigo. Tenemos entradas para la ópera a las 4".
Resulta que mi amigo Ben es ahora un exitoso hombre de negocios. Parte de las bondades de su trabajo es el acceso a una vida cultural y social bastante glamorosa y por cierto, más allá de cualquier estándar de glamour de una eterna estudiante en un país tres veces más caro que el propio.
Mi primera reacción, naturalmente, fue decir "NO".
No tengo zapatos.
No estoy en condiciones de usar vestido.
No alcanzo a hacer todo lo que tengo que hacer.
Y además tengo que estudiar.
Pero... y si jugáramos esta patita con la fortuna?
La resolución fue dejar que el reloj fuera el juez de los eventos. Correría por los zapatos, de los zapatos a la ducha, de la ducha al vestido, del vestido al teléfono y del teléfono al taxi. Mal que mal, ésta era una oportunidad en la vida y como todo lo bueno, hay que saber recibirlo cuando viene.
Resultado: el tiempo fue justo, pese a un inesperado taco en el camino y un sistema de navegación incompatible con el amistoso hindú que me llevó. La ópera, maravillosa. El teatro, deslumbrante. La tarde, lejos una belleza. Campiña y tradición inglesa en su máxima expresión.
Mi semana siguió en relativa calma hasta ayer, que recibí una llamada de la oficina de vivienda de la universidad agradeciéndome mi participación en una encuesta y comunicándome que había ganado un premio en el sorteo, el cual podía retirar al día siguiente.
Por lo que hoy partí en la Chapulina a la oficina en busca de mi premio. A lo que doy mi nombre, me dicen: "felicitaciones, te ganaste un iPod".
Será posible tanta suerte? Ambas cosas, la ópera y el iPod, son cosas que por el momento estaban fuera de mis posibilidades. La ópera, porque mi mamá es usualmente la mecenas que me invita en Santiago. El iPod, porque los recursos son finitos y hay otras prioridades.
Las dos cosas, por lo tanto, estaban fuera de alcance y, sin causa ni motivo me fueron obsequiadas. Regalo de la vida, compensación por alguna oscura traición que aún ignoro, malcrianzas azarosas, justicia kármica?
Prefiero quedarme con la fortuna, como la niña del pelo de fuego en las Historias de Ninguno. Sin preguntas, disfrutando lo bueno sin sombra que lo empañe. Temo demasiado las contracaras del sentido.
lunes, junio 18, 2007
Réplicas cibernéticas de un antiguo terremoto
Hay días en los que la casualidad se conjuga para que todo el mundo tenga cosas que hacer. Se hace tarde y me rehúso a dormirme con todos estos temas a cuestas.
Los blogs que reviso normalmente no han sido actualizados. Mis compañeros de casa andan no sé dónde. Cuando subía a la pieza de la única en casa, escuché más voces. Tenía invitados. Duh. Necesito hablar y me falta receptor.
Bastante desesperada debo estar para permitirme ser tan autorreferente en este espacio. Pero hoy no veo más alternativa.
A menos de un mes de la boca del túnel, ya me siento en ese típico momento de cada año en el que hay que cerrar los ojos y dejar las cosas venir encima. Como siempre, todo pasa al mismo tiempo y las fuerzas se potencian hasta niveles insospechados.
Como siempre, también, el estado de emergencia se asume como divergencia: incorporar inquietudes urgentes y tornarlas en obsesiones que se devoren el tiempo. Como ahora, como este mismo sitio, cuya falta de estructura -ya puesta en evidencia esta misma noche- acapara mi mayor angustia.
Es una situación que se acarrea desde hace tiempo y que revela la imposible conciliación en mis textos entre la importancia de un contenido y la irreverencia de la escritura. Esta encrucijada mal planteada ha derivado en un espacio sin consistencia, sin una espina dorsal que señale un curso determinado.
Y volvemos al problema de siempre: la falta de continuum. La expansión sin trazo ni límite, el núcleo, por un lado incapaz de invertir densidad en un mismo curso y por otro, demasiado débil como para manifestarse en todas direcciones paralelamente.
Por ello las nervaduras antojadizas, demasiado inconsistentes para sostenerse por sí mismas. Sólo posibles en la hoja, en el verde reducto, el umbrío territorio y su naturaleza meta-literaria, meta-biográfica y meta-crítica... meta-naturaleza, al fin y al cabo.
Todo, todo, por la eterna falta de estructura. Un derrumbe diario por la que nunca concretó su colapso.
Los blogs que reviso normalmente no han sido actualizados. Mis compañeros de casa andan no sé dónde. Cuando subía a la pieza de la única en casa, escuché más voces. Tenía invitados. Duh. Necesito hablar y me falta receptor.
Bastante desesperada debo estar para permitirme ser tan autorreferente en este espacio. Pero hoy no veo más alternativa.
A menos de un mes de la boca del túnel, ya me siento en ese típico momento de cada año en el que hay que cerrar los ojos y dejar las cosas venir encima. Como siempre, todo pasa al mismo tiempo y las fuerzas se potencian hasta niveles insospechados.
Como siempre, también, el estado de emergencia se asume como divergencia: incorporar inquietudes urgentes y tornarlas en obsesiones que se devoren el tiempo. Como ahora, como este mismo sitio, cuya falta de estructura -ya puesta en evidencia esta misma noche- acapara mi mayor angustia.
Es una situación que se acarrea desde hace tiempo y que revela la imposible conciliación en mis textos entre la importancia de un contenido y la irreverencia de la escritura. Esta encrucijada mal planteada ha derivado en un espacio sin consistencia, sin una espina dorsal que señale un curso determinado.
Y volvemos al problema de siempre: la falta de continuum. La expansión sin trazo ni límite, el núcleo, por un lado incapaz de invertir densidad en un mismo curso y por otro, demasiado débil como para manifestarse en todas direcciones paralelamente.
Por ello las nervaduras antojadizas, demasiado inconsistentes para sostenerse por sí mismas. Sólo posibles en la hoja, en el verde reducto, el umbrío territorio y su naturaleza meta-literaria, meta-biográfica y meta-crítica... meta-naturaleza, al fin y al cabo.
Todo, todo, por la eterna falta de estructura. Un derrumbe diario por la que nunca concretó su colapso.
viernes, junio 15, 2007
"Todo es para mejor"
El día que todo sea para mejor los preámbulos dejarán de ser la mejor parte; las cicatrices de los planes no concretados no nos privarán de un buen presente; habremos aprendido una lección de todo lo que nos pasa.
Tantas otras cosas más.
Pero, bienvenida realidad. La vida no depara cosas para sus favoritos ni existe una balanza cósmica que distribuya ecuánimemente benignas circunstancias. Creer que “las cosas” –en ese plural tan ambiguo- pasan para mejor es, simplemente, dejarse alucinar por la autocomplacencia.
Por supuesto que sería hermoso vivir en un mundo de progresión infinita, en el que cada acto tuviera significado en el gran relato de la existencia. Pero quienes optan por el salvavidas de creer en la causalidad de la vida sacrifican la enormidad de la existencia por la tranquilidad de hacerla caber en una cajita de regalo.
La vida es inconmensurable. No sólo en el sentido de estar más allá de cualquier intento de aprehensión, sino también porque es imposible concebirla solamente a partir de una variable. Las cosas no son solamente “mejores” o “peores”. Son tremendas, traumáticas, hermosas, devastadoras, atiborrantes, rotundas, vergonzosas, embriagadoras… demasiado mundo para una sola etiqueta.
Además, existe la misma probabilidad de que la vida nos “sorprenda” con cosas buenas o cosas malas. Mañana puedo ganarme la lotería así como puedo tener cáncer. Lo fortuito de la vida no tiene relación con nuestra calidad moral.
Conozco gente buena que ha tenido una vida de mierda. Porque las circunstancias no se merecen; simplemente tocan. Y la idea de que sólo por ser un ser humano medianamente decente deberíamos tener una cierta cuota de circunstancias benignas en nuestra vida me resulta demasiado ingenua, o al menos reduccionista.
Basta mirar un poco para el lado para ver cómo son realmente las cosas.
En cuanto a las circunstancias de nuestra propia hechura, cada ser humano nace con la ayuda (o el desafío) de su respectiva salud mental, su inteligencia social y su propensión a lo trágico. Hay gente que logra combinaciones exitosas y conquista el pedestal de la felicidad y hay quienes viven sometidos por viciosos patrones oscurantistas.
Asumir que existe una regla universal que nos favorecerá en algún momento independientemente de lo que hagamos para conseguirlo, es una manera de desvincularse del compromiso que tenemos con nuestras decisiones.
Todas nuestras decisiones (las activas y las pasivas, los “yo escojo” y los “no me escogieron”) acarrean un costo que debe ser asumido. Aceptar este protagonismo es una manera de apropiarnos de lo que nos sucede y mantenerse al mando de nuestra propia historia.
Por supuesto que resulta tentador “conectar los puntos en retrospectiva”: atribuir nuestra felicidad presente a una cadena de sucesos capaz de justificar todos los malos ratos que hemos tenido es la mejor manera de redimir el dolor de las cicatrices. Pero esta ilusión teleológica no es más que un engaño ególatra: la noción de que no seríamos la persona única que somos si no hubiéramos pasado todo lo que pasamos.
Yo dejaría las cosas así: hay que gozar la vida mientras se puede y hacerle frente el resto del tiempo. Y si de aspiraciones teleológicas y otros afanes de coherencia se trata, el sufrimiento individual puede servir para cultivar la compasión hacia otros y hacerse más sensible a su sufrimiento.
Pucha que da lata pasarlo mal a veces. Sufrir es asqueroso, pero inevitable. Y más que buscar la forma de trivializarlo, lo que hace falta es contingente solidario. Saber acompañar sin prometer esplendores futuros que quizás nunca lleguen. Simplemente, prestar el corazón y ayudar a sentir.
Tantas otras cosas más.
Pero, bienvenida realidad. La vida no depara cosas para sus favoritos ni existe una balanza cósmica que distribuya ecuánimemente benignas circunstancias. Creer que “las cosas” –en ese plural tan ambiguo- pasan para mejor es, simplemente, dejarse alucinar por la autocomplacencia.
Por supuesto que sería hermoso vivir en un mundo de progresión infinita, en el que cada acto tuviera significado en el gran relato de la existencia. Pero quienes optan por el salvavidas de creer en la causalidad de la vida sacrifican la enormidad de la existencia por la tranquilidad de hacerla caber en una cajita de regalo.
La vida es inconmensurable. No sólo en el sentido de estar más allá de cualquier intento de aprehensión, sino también porque es imposible concebirla solamente a partir de una variable. Las cosas no son solamente “mejores” o “peores”. Son tremendas, traumáticas, hermosas, devastadoras, atiborrantes, rotundas, vergonzosas, embriagadoras… demasiado mundo para una sola etiqueta.
Además, existe la misma probabilidad de que la vida nos “sorprenda” con cosas buenas o cosas malas. Mañana puedo ganarme la lotería así como puedo tener cáncer. Lo fortuito de la vida no tiene relación con nuestra calidad moral.
Conozco gente buena que ha tenido una vida de mierda. Porque las circunstancias no se merecen; simplemente tocan. Y la idea de que sólo por ser un ser humano medianamente decente deberíamos tener una cierta cuota de circunstancias benignas en nuestra vida me resulta demasiado ingenua, o al menos reduccionista.
Basta mirar un poco para el lado para ver cómo son realmente las cosas.
En cuanto a las circunstancias de nuestra propia hechura, cada ser humano nace con la ayuda (o el desafío) de su respectiva salud mental, su inteligencia social y su propensión a lo trágico. Hay gente que logra combinaciones exitosas y conquista el pedestal de la felicidad y hay quienes viven sometidos por viciosos patrones oscurantistas.
Asumir que existe una regla universal que nos favorecerá en algún momento independientemente de lo que hagamos para conseguirlo, es una manera de desvincularse del compromiso que tenemos con nuestras decisiones.
Todas nuestras decisiones (las activas y las pasivas, los “yo escojo” y los “no me escogieron”) acarrean un costo que debe ser asumido. Aceptar este protagonismo es una manera de apropiarnos de lo que nos sucede y mantenerse al mando de nuestra propia historia.
Por supuesto que resulta tentador “conectar los puntos en retrospectiva”: atribuir nuestra felicidad presente a una cadena de sucesos capaz de justificar todos los malos ratos que hemos tenido es la mejor manera de redimir el dolor de las cicatrices. Pero esta ilusión teleológica no es más que un engaño ególatra: la noción de que no seríamos la persona única que somos si no hubiéramos pasado todo lo que pasamos.
Yo dejaría las cosas así: hay que gozar la vida mientras se puede y hacerle frente el resto del tiempo. Y si de aspiraciones teleológicas y otros afanes de coherencia se trata, el sufrimiento individual puede servir para cultivar la compasión hacia otros y hacerse más sensible a su sufrimiento.
Pucha que da lata pasarlo mal a veces. Sufrir es asqueroso, pero inevitable. Y más que buscar la forma de trivializarlo, lo que hace falta es contingente solidario. Saber acompañar sin prometer esplendores futuros que quizás nunca lleguen. Simplemente, prestar el corazón y ayudar a sentir.
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