Didi y Gogo esperaron.
Esperaron días, y días, y días.
De hecho, todo lo que sabemos de ellos es que esperaron, desesperaron esperando, se esperanzaron esperando y, a veces, se maltrataron esperando.
Esperando a Godot es una obra montada sobre un personaje que nunca llega.
Lo importante en ella, sin embargo, no es Godot. Son Didi y Gogo, y sus respectivas e inferiores humanidades encarando la incertidumbre, los embates de la falta de fe en la moral, el cuestionamiento de todo su propósito. Y cómo, a pesar de ello, siguen esperando. Cómo, a pesar de que amenazan con abandonarse, amanecen cada día a pocos pasos, se abrazan y continúan. Esperando.
Hay esperas con más propósito que otras. O, al menos, esperas más incuestionables. Lo terrible es la subvaloración de la espera en sociedades como la nuestra.
Si se llega antes, se da vueltas. Se llama con un poco de exasperación al atrasado, se le pide que avise cuando llegue para así no tener que "perder tiempo".
Sin embargo, la espera es una forma de renovar nuestro compromiso con lo esperado. De anticipar el encuentro para vivirlo más intensamente.
Tengo una espera larga delante mío. Una mirada que se adivina intensa y un posible ceño fruncido la hacen más amena y profundamente encantadora.
Lo cierto es que no quisiera saltarme ni una etapa de ella. Cada minuto es expectación, promesa regalada. Sobre todo, una oportunidad de conocerte desde antes para saber dónde encontrarte.
Llegarás con la primavera. Hasta entonces, me gesto yo también en tu espera, sabiendo que no habrá otra como ésta. Esperando, sobre todo, renacer junto contigo.
lunes, marzo 17, 2008
miércoles, marzo 12, 2008
Cuando ya no está el Árbol
No se fue él. Me fui yo.
Hace meses que no nos vemos y lo extraño cuando mi ventana sólo me muestra casas y un disminuido Manquehue.
Dos cosas recuerdo con nostalgia: las hojas encendidas por el sol a las 3 de la tarde en el otoño. Su verde del verano meciéndose en la brisa es la segunda, que acostumbraba ser de las mejores pausas. El invierno sin hojas no se lo deseo a nadie, pero también es parte de la historia, y nos costó pero sobrevivimos.
Él aguantó la exasperación con la que le exigía lo que ya era costumbre y yo toleré sus ramas grises golpeando secamente la ventana de noche. Hasta que volvió la primavera, las hojas y el constante murmullo.
Toda ventana debiera tener un árbol.
Toda ventana debiera tener un árbol como toda ciudad debiera tener conductoras en 4x4s respetuosas del peatón, buenas salchichas de tofu y la posibilidad de caminar por el centro sin volver con la nariz negra. Para qué hablar de teteras de colores y tazas de medio litro para entibiar las tardes de invierno.
Un árbol por ventana para hacer respirar la ciudad y hacer bailar los ojos que miran su follaje. Para estimular a las palomas malentretenidas que frecuentan las jaulas del Transantiago y animar a algunos niños de entorno antiséptico a soñar con que son Tom Sawyer y entran a su pieza trepando por su tronco.
Un árbol por ventana, y de esos que botan todas las hojas en otoño, para que se crispen y den ganas de olvidar la línea recta y caminar buscando las más secas para pisarlas; para que todas las hojas tapicen los impecables pastos verdes y desafíen las tentativas de neutralizar el otoño.
Un árbol, un árbol, un árbol, para construir en él la casita que siempre quise, y que ningún árbol chaparrito y barrido por el viento aguantaba encima.
Sólo hace falta un árbol, y nunca más hay que vivir con los pies en la tierra.
Hace meses que no nos vemos y lo extraño cuando mi ventana sólo me muestra casas y un disminuido Manquehue.
Dos cosas recuerdo con nostalgia: las hojas encendidas por el sol a las 3 de la tarde en el otoño. Su verde del verano meciéndose en la brisa es la segunda, que acostumbraba ser de las mejores pausas. El invierno sin hojas no se lo deseo a nadie, pero también es parte de la historia, y nos costó pero sobrevivimos.
Él aguantó la exasperación con la que le exigía lo que ya era costumbre y yo toleré sus ramas grises golpeando secamente la ventana de noche. Hasta que volvió la primavera, las hojas y el constante murmullo.
Toda ventana debiera tener un árbol.
Toda ventana debiera tener un árbol como toda ciudad debiera tener conductoras en 4x4s respetuosas del peatón, buenas salchichas de tofu y la posibilidad de caminar por el centro sin volver con la nariz negra. Para qué hablar de teteras de colores y tazas de medio litro para entibiar las tardes de invierno.
Un árbol por ventana para hacer respirar la ciudad y hacer bailar los ojos que miran su follaje. Para estimular a las palomas malentretenidas que frecuentan las jaulas del Transantiago y animar a algunos niños de entorno antiséptico a soñar con que son Tom Sawyer y entran a su pieza trepando por su tronco.
Un árbol por ventana, y de esos que botan todas las hojas en otoño, para que se crispen y den ganas de olvidar la línea recta y caminar buscando las más secas para pisarlas; para que todas las hojas tapicen los impecables pastos verdes y desafíen las tentativas de neutralizar el otoño.
Un árbol, un árbol, un árbol, para construir en él la casita que siempre quise, y que ningún árbol chaparrito y barrido por el viento aguantaba encima.
Sólo hace falta un árbol, y nunca más hay que vivir con los pies en la tierra.
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