Alta Fidelidad es conocida generalmente como una película amorosienta sobre los dolores de crecimiento del típico treintón adolescente que se encuentra en la encrucijada entre la estabilidad convencional y la estimulante ligereza de responsabilidades.
Como tal, la identificación con el personaje resulta natural para la mayoría de los que, reacios a subir aquel último escalón, nos transformamos en acróbatas de precisión milimétrica en el último vértice de la inmadurez prolongada. La postergación de la seriedad en las relaciones de pareja, la ausencia de método en la escalada laboral y el apego poco razonable a conductas autodestructivas hacen a este personaje sumamente querible y transforman esta película en un monumento a la autorreferencia.
Sin embargo, hay mayor profundidad de lo que nuestro afán de identificación nos permite ver en una primera instancia.
Originalmente, Alta Fidelidad es una novela típica de lo que se denomina "cultura de masas", antípoda de la "alta cultura" que habita bibliotecas de caoba, círculos de crítica e ilustres ceños de literatos de la Academia. Bastante más democrática, es de fácil lectura y se considera por algunos prefabricada para el gusto y por ende, para el consumo masivo.
Alta Fidelidad es un libro para gente con bagaje musical de la cultura popular de masas contemporánea -el famoso pop cult-. Las canciones citadas -intertextualidades musicales, diría con severidad la alta cultura- procuran un esqueleto que luego recubre la narración de los acontecimientos.
El meollo del asunto: el relato lo hace la música. No sólo se teje la historia en torno a canciones, sino que estas canciones contribuyen en la transmisión de significado.
La verdad de la milanesa: la música popular de masas proporciona referentes colectivos gracias a su omnipresencia mediática. Las economías mentales, coherentes en un mundo que busca la optimización de recursos, privilegian la cita del referente por sobre la definición de lo referido.
Así, Alta Fidelidad es un ejemplo paradigmático de la incorporación de la cultura popular de masas a nuestra cotidianeidad. Un libro que por ello marcó historia y hoy se encuentra en la lista de lectura de cursos especializados sobre cultura de masas, por varias otras razones aparte de la mencionada.
Lo importante es que este libro señala una apertura hacia un fenómeno ya a estas alturas generalizado en el mundo de los blogs y fotologs: la economía descriptiva basada en intertextualidades provenientes de la cultural popular de masas.
Desde hace varios meses reviso periódicamente fotologs de adolescentes. Lejos lo que más me ha llamado la atención es una constante: la apatía expresiva. La frase más común en estos espacios creados justamente para expresarse públicamente es, irónicamente, "cero aporte". O sea, la ausencia de contenido personal para ser comunicado. En lugar de ello, lo común es incorporar el título de una canción o la letra completa, acorde al estado anímico/circunstancial/social/espiritual en el que se encuentra el fotologuero.
Imagen y música reemplazan a la palabra como mecanismo expresivo. El individuo se codifica en términos pre-establecidos, en un texto automático que confía a ojos cerrados en la eficiencia de la industria cultural de consumo para anticiparse a los vacíos expresivos del individuo promedio. Cierto es que el mismo texto musical citado se reescribe a través de la cita. Pero también la voz unipersonal se vuelve reproducción en serie.
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lunes, julio 30, 2007
lunes, julio 02, 2007
Gris
Blanca es un bonito nombre. “Negra” es un sobrenombre cariñoso. Y “Gris”… que yo sepa, no era nadie.
Sucedió hace un par de años. La originalidad de mi nombre de pila, que provocaba en algunos una muda consternación, propició gracias a los más audaces el nacimiento de una serie de nombres derivados, que mis interlocutores tomaban como la correcta pronunciación de mi apelativo personal.
Así fue como un día llegué a llamarme “Gris”.
Para muchos, “Gris” podría ser un insulto a la bullente vitalidad de su existencia. Para mí se transformó en una voz de denuncia que ponía de manifiesto mi estratégico plan de camuflaje cromático.
Con gran cuidado y detenida observación había logrado ir asumiendo los colores de las personas o cosas que me rodeaban. En la esquina del almacén adoptaría en un santiamén el amarillo, mientras que si me juntaba con los primos lo haría de verde limón y ciertos sábados de sol sería blanca con rayas naranjas. Sin embargo, el poder del nombre certero se hizo, una vez más, evidente. Bastó con que algún anónimo diera con mi nombre para que todo color superfluo desapareciera y mi grisedad quedara expuesta en toda su expresión.
Mi pelo se puso gris.
Mi piel se puso gris.
Y mis uñas, y mis ojos y mi saliva.
Como toda persona gris, empecé a hacer cosas grises. Comencé a sentirme más cómoda en las horas oscuras y los paisajes nocturnos donde todo se funde y confunde en lo oculto a la vista.
A diferencia de las personas de color, comencé a ver claramente en la negra espesura de la noche. Y lo que vi me confirma que muchas veces es mejor dormir durante esas horas, como lo hacen los colores razonables.
En primera instancia, la oscuridad parece calma. Sin embargo, si se mira con detención y se aguzan los demás sentidos, se percibe una cierta saturación del espacio. Especialmente en ciertos sitios remotos, reducidos o de poco tránsito, una densidad sofocante dificulta el desplazamiento y se abraza de las gargantas.
Los grises más tradicionales jamás se quedan más de un segundo. Indignados ante la falta de normalidad, se alejan blandiendo sus bastones y despotricando contra el caos de hoy en noche. Para mí, esa primera vez, fue inevitable dar un respingo. Porque la oscuridad que siempre imaginaba cargada de monstruos y seres amenazantes estaba realmente llena... de sombras.
El problema es que no eran una o dos esperando detrás de una puerta para asustar al primer color que entrara. Se apiñaban cientos, las unas pisando las narices de otras y terceras agitando sus alas encima de orejas de cuartas que sufrían de otitis. Al principio pensé que quizás había encontrado una oscuridad especialmente benigna, conocida probablemente por sus propiedades terapéuticas o curativas. Sin embargo, una visita a las principales oscuridades de la cuadra me confirmó la situación: todos los recovecos de la noche estaban sobrepoblados.
Como fui aprendiendo en esa oportunidad, una de las ventajas de ser gris es la posibilidad de matizarse según las circunstancias. Aprovechando las mías, busqué una oscuridad donde la competencia por un lugar no fuera demasiado agresiva e intenté integrarme a la pirámide de siluetas apiñadas.
‘Buenas noches. Viene seguido a esta oscuridad en particular?’ –le pregunté a una sombra gordita de lóbulos caídos. Como todo buen gordito, su afabilidad se encargó de llevar la conversación de ahí en adelante, y sin mayor esfuerzo o insistencia de mi parte logré informarme sobre la situación general de las sombras y los problemas sociales del último tiempo.
Resultó ser que, como siempre pasa entre gente tan distinta, la relación entre las personas de colores y sus respectivas sombras no era del todo idónea. Por una cadena de eventos demasiado larga para detallar, las personas de colores comenzaban a desarrollar desde muy pequeñas una fobia a la oscuridad y lo desconocido, lo cual gatillaba en sus sombras un profundo sentimiento de rechazo acompañado de fantasías paranoicas sobre su exterminio colectivo.
Presas del terror y aprovechando la descuidada desvinculación de sus contrapartes multicolores durante el sueño, las sombras se despegaban de los pies de los durmientes a la primera ocasión que tenían (toda sombra ha leído Peter Pan en su infancia), corriendo luego despavoridas a agazaparse en las oscuridades más profundas que la noche podía ofrecerles.
Lo que seguía era una vida muy poco gratificante para cualquier sombra. Hacinamiento, significativo empeoramiento de la calidad de vida y el doloroso proceso de asumirse abandonada. Las sombras que habían dejado recientemente a su parte multicolor mantenían aún la esperanza de que ésta saliera a buscarlas. Pese a que la situación general no era agradable para nadie, había cierta jovialidad en estas sombras que se extrañaba en el resto. Las demás habían caído en una profunda desesperanza y caminaban desgarbadas y arrastrando su pena.
Ah, lo que hay que ver, lo que hay que ver!
Tanta gente que deja marchar su sombra, tanta sombra despegada de las suelas que anda por el mundo sin que nadie la reclame!
En medio de este pensamiento, de repente recordé la mía. Era pequeñita y siempre más rápida, a pesar de tener el ala rota. Pensé que si caminara arrastrando su pena me dolería el alma.
Desde entonces busco mi sombra.
Quiero encontrarla y coserla bien a mis zapatos, para no perderla nunca más. Y estoy segura de que, cuando nos miremos a la cara, me encontrará bastante más parecida a ella de lo que creía.
Soy Gris.
Mi pelo es gris.
Mi piel es gris y mis ojos son grises.
Alguna vez fueron de otro color. Pero eso ya no importa.
No tienes nada de qué temer. Aquí no hay luz que te oscurezca.
Sucedió hace un par de años. La originalidad de mi nombre de pila, que provocaba en algunos una muda consternación, propició gracias a los más audaces el nacimiento de una serie de nombres derivados, que mis interlocutores tomaban como la correcta pronunciación de mi apelativo personal.
Así fue como un día llegué a llamarme “Gris”.
Para muchos, “Gris” podría ser un insulto a la bullente vitalidad de su existencia. Para mí se transformó en una voz de denuncia que ponía de manifiesto mi estratégico plan de camuflaje cromático.
Con gran cuidado y detenida observación había logrado ir asumiendo los colores de las personas o cosas que me rodeaban. En la esquina del almacén adoptaría en un santiamén el amarillo, mientras que si me juntaba con los primos lo haría de verde limón y ciertos sábados de sol sería blanca con rayas naranjas. Sin embargo, el poder del nombre certero se hizo, una vez más, evidente. Bastó con que algún anónimo diera con mi nombre para que todo color superfluo desapareciera y mi grisedad quedara expuesta en toda su expresión.
Mi pelo se puso gris.
Mi piel se puso gris.
Y mis uñas, y mis ojos y mi saliva.
Como toda persona gris, empecé a hacer cosas grises. Comencé a sentirme más cómoda en las horas oscuras y los paisajes nocturnos donde todo se funde y confunde en lo oculto a la vista.
A diferencia de las personas de color, comencé a ver claramente en la negra espesura de la noche. Y lo que vi me confirma que muchas veces es mejor dormir durante esas horas, como lo hacen los colores razonables.
En primera instancia, la oscuridad parece calma. Sin embargo, si se mira con detención y se aguzan los demás sentidos, se percibe una cierta saturación del espacio. Especialmente en ciertos sitios remotos, reducidos o de poco tránsito, una densidad sofocante dificulta el desplazamiento y se abraza de las gargantas.
Los grises más tradicionales jamás se quedan más de un segundo. Indignados ante la falta de normalidad, se alejan blandiendo sus bastones y despotricando contra el caos de hoy en noche. Para mí, esa primera vez, fue inevitable dar un respingo. Porque la oscuridad que siempre imaginaba cargada de monstruos y seres amenazantes estaba realmente llena... de sombras.
El problema es que no eran una o dos esperando detrás de una puerta para asustar al primer color que entrara. Se apiñaban cientos, las unas pisando las narices de otras y terceras agitando sus alas encima de orejas de cuartas que sufrían de otitis. Al principio pensé que quizás había encontrado una oscuridad especialmente benigna, conocida probablemente por sus propiedades terapéuticas o curativas. Sin embargo, una visita a las principales oscuridades de la cuadra me confirmó la situación: todos los recovecos de la noche estaban sobrepoblados.
Como fui aprendiendo en esa oportunidad, una de las ventajas de ser gris es la posibilidad de matizarse según las circunstancias. Aprovechando las mías, busqué una oscuridad donde la competencia por un lugar no fuera demasiado agresiva e intenté integrarme a la pirámide de siluetas apiñadas.
‘Buenas noches. Viene seguido a esta oscuridad en particular?’ –le pregunté a una sombra gordita de lóbulos caídos. Como todo buen gordito, su afabilidad se encargó de llevar la conversación de ahí en adelante, y sin mayor esfuerzo o insistencia de mi parte logré informarme sobre la situación general de las sombras y los problemas sociales del último tiempo.
Resultó ser que, como siempre pasa entre gente tan distinta, la relación entre las personas de colores y sus respectivas sombras no era del todo idónea. Por una cadena de eventos demasiado larga para detallar, las personas de colores comenzaban a desarrollar desde muy pequeñas una fobia a la oscuridad y lo desconocido, lo cual gatillaba en sus sombras un profundo sentimiento de rechazo acompañado de fantasías paranoicas sobre su exterminio colectivo.
Presas del terror y aprovechando la descuidada desvinculación de sus contrapartes multicolores durante el sueño, las sombras se despegaban de los pies de los durmientes a la primera ocasión que tenían (toda sombra ha leído Peter Pan en su infancia), corriendo luego despavoridas a agazaparse en las oscuridades más profundas que la noche podía ofrecerles.
Lo que seguía era una vida muy poco gratificante para cualquier sombra. Hacinamiento, significativo empeoramiento de la calidad de vida y el doloroso proceso de asumirse abandonada. Las sombras que habían dejado recientemente a su parte multicolor mantenían aún la esperanza de que ésta saliera a buscarlas. Pese a que la situación general no era agradable para nadie, había cierta jovialidad en estas sombras que se extrañaba en el resto. Las demás habían caído en una profunda desesperanza y caminaban desgarbadas y arrastrando su pena.
Ah, lo que hay que ver, lo que hay que ver!
Tanta gente que deja marchar su sombra, tanta sombra despegada de las suelas que anda por el mundo sin que nadie la reclame!
En medio de este pensamiento, de repente recordé la mía. Era pequeñita y siempre más rápida, a pesar de tener el ala rota. Pensé que si caminara arrastrando su pena me dolería el alma.
Desde entonces busco mi sombra.
Quiero encontrarla y coserla bien a mis zapatos, para no perderla nunca más. Y estoy segura de que, cuando nos miremos a la cara, me encontrará bastante más parecida a ella de lo que creía.
Soy Gris.
Mi pelo es gris.
Mi piel es gris y mis ojos son grises.
Alguna vez fueron de otro color. Pero eso ya no importa.
No tienes nada de qué temer. Aquí no hay luz que te oscurezca.
Tormentas personales
"Ya no puedo más con mi consistencia"
Adriana Schnake comparte en La Voz del Síntoma esta desgarradora confesión de un colega que decidió poner fin a su vida. Un joven médico psiquiatra que fue sobrepasado por la tensión entre sus continuas limitaciones y sus aspiraciones, inalcanzables desde su humana naturaleza.
Leí esas palabras la primera vez como quien da finalmente con una verdad que buscaba sin saber.
Tantas veces la misma angustia, el corazón encogido ante el error reproducido incansablemente. Tantas veces resignada, tantas veces contenida. Tantas veces quemadas las naves en empresas de razón ninguna.
A veces, a veces…
ya no puedo más con mi consistencia.
Tantas veces el agobio, la clara conciencia de la imperfección, tan terriblemente limitada y delimitada por un territorio estático, siempre insuficiente para abarcar la vida. Tantas veces sucumbiendo a la luz cuando quiero sombra. Tantas veces ocupada siendo otras personas (qué hipocresía!).
Hoy, por un momento,
ya no puedo más con mi consistencia.
Con el permanente espanto de saberme parcialmente inerte. Con la injusta ironía de que lo único que trascienda sea lo que no palpita. El engaño de haber cambiado la audacia por una fragilidad insoportable. Con la implícita violencia de un derrumbe impedido, que transformó mi tiempo en vértigo congelado.
Hay días en los que ya
no puedo más con mi consistencia.
La búsqueda atolondrada por un comienzo de historia, la debilidad patológica ante los antagonistas, la traicionera conciliación que no vacila en descuartizar mi integridad a cambio de cualquier tregua en migajas. La triste, triste silueta peregrina que se cuelga de mi cuello. La pérdida, la ausencia, la añoranza grabándose por turnos sobre pasadas cicatrices. Los duelos que no terminan.
Sobra el tiempo en que
ya no puedo más con mi consistencia.
Hay días más difíciles que otros. Hay días en los que el mejor hombro está cansado.
Es hora de encogerse.
Bajar la cabeza.
Dejar pasar el viento.
Tan cansada.
Tan cansada.
Tan cansada.
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