La primera vez que escuché sobre el ácido fólico fue en una revista en la consulta del dentista. Un articulillo hablaba de que Julia Roberts estaba intentando quedar embarazada y que seguía una dieta rica en este ácido porque se lo había recomendado el doctor. No tenía idea de para qué servía, pero inmediatamente pensé que cuando decidiera tener un hijo, haría lo mismo.
Mi embarazo, sin embargo, llegó como una sorpresa. Supe de él el día de mi cumpleaños 29, cuando tenía ya 7 semanas de gestación. Al día siguiente estaba haciéndome la primera ecografía y preguntándole al doctor sobre el ácido fólico, a lo que me recetó unas vitaminas prenatales, diciendo que era una dosis suficiente. No contenta con esto, dos días más tarde estaba comprando además un suplemento de ácido fólico que tomé regularmente hasta el término del tercer mes.
El primer mes de sabernos papás fue lejos el período más idílico de todo el embarazo. Vivíamos esta novedad cada minuto, haciendo planes con nerviosismo, susto y una emocionada anticipación. Soñábamos a este hijo y sus hazañas mientras recorríamos la isla de Tierra del Fuego. Queríamos abarcarla entera, caminos rectos hasta el cielo, parques nacionales, cerros, la cordillera Darwin que asomaba, ciudades desérticas, guanacos, zorros, ñandúes, la pampa. El espacio ilimitado invitaba a soñarlo todo mientras llevábamos nuestro secreto con nosotros, lejos de todo el resto del mundo. En nuestras primeras vacaciones de a tres, pasamos horas hablando de las cosas que haríamos, los lugares que visitaríamos.
Los meses que siguieron pasaron dejando la maravillosa sensación de que todo iba perfecto. Cada visita mensual al doctor terminaba con un alentador "te sacaste un 7 en el control de hoy"; por primera vez en mi vida, sentía una sintonía con mi cuerpo, que me parecía sumamente fuerte y sano. Hasta un inolvidable 28 de julio.
Con 7 meses y medio de embarazo, el control de rutina mostró un ventrículo del cerebro ligeramente más dilatado. Al día siguiente, estábamos haciendo la ecografía de mayor resolución, a la que entró un médico con una estudiante en práctica. El tiempo se alargaba más y más, y recuerdo haber escuchado del doctor "L5". Como no podía ver la pantalla, que estaba vuelta hacia ellos, sólo esperaba, sin entender por qué Nicolás se empeñaba en tomarme la mano. Hasta que don doctor, con un desprendimiento que me laceró la integridad, lo dijo sin ningún miramiento: "su hijo tiene espina bífida. Vístete y en la sala del lado les contaré de qué se trata".
Ya tiene casi tres meses de vida, mi hijo Félix. Hemos hecho todo lo que había por hacer. Hemos recibido con estoica y adecuada sonrisa los torpes y ligeros comentarios de los médicos, aprendido a no anticipar victorias y a ser resilientes ante las malas noticias. Con infinito dolor nos sobrepusimos a ese primer diagnóstico y empezamos la frenética tarea de preparar, en un mes, el nacimiento de nuestro pequeño, tan distinto a lo que habíamos querido.
Hoy pienso que nunca va a dejar de doler. Cada vez que veo un niño caminando, pienso que ése podría haber sido mi hijo. Que hice todo lo que estuvo a mi alcance porque así fuera. Que siempre fui sana, hice deporte, que me gustaba llevar una vida saludable, que siempre fui tan, tan ordenada, mientras que hay gente que vive embarazos de forma tan imprudente...
Aquí vamos, Teletón de por medio y encomendados enteros, ahora que entendemos que viviremos sobrepasados de por vida y no hay forma de planificar lo que viene. La vida en cajita se terminó el día que supimos que el tubo neural de Félix no se había cerrado completamente y las terminaciones nerviosas de la espina dorsal escapaban por la quinta vértebra lumbar y la primera sacra.
Y a pesar de todo, amo este mielo; esta parte de mi hijo que lo hace diferente, pero me hizo verlo como el valiente que es y el tesoro bienamado que es para mí. Sé que Félix será profundamente feliz. Todos viviremos dando gracias por la oportunidad de dejar esta vida con una lección a nuestro haber.
sábado, noviembre 29, 2008
lunes, junio 30, 2008
El Revival de lo Gaucho
Es cierto, me fui de Punta Arena antes de que empezara y quizás ésa es la única razón por la que ahora puedo deleitarme en reflexiones indiscretas sobre los míos.
Una parte estuvo siempre ahí, en el acento cantado, los campeonatos de truco y cosas por el estilo. Sin embargo, mi generación fue siempre más leal a los clubes de colonia que al terruño simple y llano. Pero algo pasó en un lapso de años.
Atribuyámoslo a la circunstancia. Generaciones seguidas de hijos de estancieros que coyunturalmente fueron agrupados en un curso. Un cúmulo de veranos transcurridos entre la esquila y el baño, de señorito a macho, remataron en la existencia de estos hijos del dueño e hijos de la boina, a una vez poderosos y compinches de los trabajadores.
Un par de años, y los cortavientos chillones fueron reemplazados por camperas de jeans y chiporro, bombachos, barba hirsuta y esa mirada clara denunciando el ascendiente que ningún otro gesto traicionaba.
Los gauchos del revival generaron lazos potentes y ya en la capital, obedientes al requerimiento paterno de volver título en mano, se visitaban para terminar cada velada aullando la nostalgia de la tierra, contando los meses para el verano y el retorno a las formas añoradas.
Gauchos de internet y Facebook que han reactualizado el valor de las costumbres, tornando deseable el sabor del mate, el poncho austral, el buen asado en la tarde que nunca termina y que, fijo el corazón en ese horizonte, viven contados sus años pop antes de volver y reclamar la permanencia.
Una parte estuvo siempre ahí, en el acento cantado, los campeonatos de truco y cosas por el estilo. Sin embargo, mi generación fue siempre más leal a los clubes de colonia que al terruño simple y llano. Pero algo pasó en un lapso de años.
Atribuyámoslo a la circunstancia. Generaciones seguidas de hijos de estancieros que coyunturalmente fueron agrupados en un curso. Un cúmulo de veranos transcurridos entre la esquila y el baño, de señorito a macho, remataron en la existencia de estos hijos del dueño e hijos de la boina, a una vez poderosos y compinches de los trabajadores.
Un par de años, y los cortavientos chillones fueron reemplazados por camperas de jeans y chiporro, bombachos, barba hirsuta y esa mirada clara denunciando el ascendiente que ningún otro gesto traicionaba.
Los gauchos del revival generaron lazos potentes y ya en la capital, obedientes al requerimiento paterno de volver título en mano, se visitaban para terminar cada velada aullando la nostalgia de la tierra, contando los meses para el verano y el retorno a las formas añoradas.
Gauchos de internet y Facebook que han reactualizado el valor de las costumbres, tornando deseable el sabor del mate, el poncho austral, el buen asado en la tarde que nunca termina y que, fijo el corazón en ese horizonte, viven contados sus años pop antes de volver y reclamar la permanencia.
miércoles, mayo 28, 2008
No es el otoño, el embarazo, ni la cercanía a la treintena. Pero de pronto siento la urgencia de retomar nuestras citas compulsivas por distintos lugares de Santiago. A media tarde, siempre en calidad de fugitivos y sustraídos de obligaciones varias.
Me asalta el olor del único capuchino dulce que conozco en Santiago (cuántos años sin probarlo!), unos cuantos museos sombríos y conocidos por nadie, un parque verde donde pegue el sol y se pueda ver la cordillera recién nevada. Nada como un monasterio para respirar el aire frío después de la lluvia. Por qué no un paseo por veredas reposadas?
Afuera esperan tantas cosas, tanto frío para las narices, tortas y queques tentadores, bufandas de colores abrazadas al cuello. La vuelta a la vida de un café penetrante y la tibieza propia de las caminatas (lejos la mejor forma de calefacción).
A esta hora, la tarde ya se acaba. Estrategias de abducción fallidas, nos contentamos con la esperanza cifrada en el próximo día y su promesa de media tarde, totalidad creciente y generosa que sepa dar cabida a todas las estaciones de nuestro paseo.
Ésta es mi condición: sólo bajo esta noción de futuro cerraré los ojos esta noche y despertaré todavía mañana.
Me asalta el olor del único capuchino dulce que conozco en Santiago (cuántos años sin probarlo!), unos cuantos museos sombríos y conocidos por nadie, un parque verde donde pegue el sol y se pueda ver la cordillera recién nevada. Nada como un monasterio para respirar el aire frío después de la lluvia. Por qué no un paseo por veredas reposadas?
Afuera esperan tantas cosas, tanto frío para las narices, tortas y queques tentadores, bufandas de colores abrazadas al cuello. La vuelta a la vida de un café penetrante y la tibieza propia de las caminatas (lejos la mejor forma de calefacción).
A esta hora, la tarde ya se acaba. Estrategias de abducción fallidas, nos contentamos con la esperanza cifrada en el próximo día y su promesa de media tarde, totalidad creciente y generosa que sepa dar cabida a todas las estaciones de nuestro paseo.
Ésta es mi condición: sólo bajo esta noción de futuro cerraré los ojos esta noche y despertaré todavía mañana.
viernes, abril 25, 2008
...¿Estás?
Todavía no existes y ya tienes un nombre.
A pesar de eso, siempre titubeo al momento de decirlo.
No sé si eres tú realmente.
Supongo que a veces dudo de ti, de tus intenciones, de que estés aquí para quedarte. A veces me aterra lo que puedas llegar a ser. Porque no me importa simplemente que seas feliz. Me importa que tu felicidad no sea parásita de la de nadie, nunca. Que seas un hombre conciente, capaz de amar generosamente tu entorno, de cuidar y proteger a tus mascotas y, algún día, de ser el bastión de tu propia familia.
Me importa que seas fuerte, que recobres el aliento por convicción y no por descanso, que sepas poner tu corazón en todo lo que hagas, pero que tu pasión no te haga ciego a las consecuencias de tus actos. Que siempre mires desde tus ojos pero puedas sentir desde el corazón de los demás.
Supongo que todo puede resumirse: espero que escojas armarte bien.
Yo querré enseñarte el arrobo por el mundo y todas sus bellezas, el sutil encanto de lo implícito, el arte de mirar y saber lo que ves; querré enseñarte a escucharte y escuchar, a caminar al ritmo de tu alma; querré mostrarte, con suerte, que la vida es más de lo que se ve y lo que se toca; que nada, nada será tan certero como la propia intuición mística de tu alma. (Y será simple, sin palabras ni ayuda de túnicas tradicionales o exóticas. Una experiencia a la medida de tu preciosa humanidad).
Serás tú, sin embargo, quien decida lo que toma y lo que deja, y yo quien deba amarte a pesar de ver tus faltas.
A veces ya te siento cuando te mueves. “Pequeño orante” es como te llamo entre nosotros, porque así te has presentado ya dos veces. “Félix” serás ya cuando sepa si estás contento, asustado, si eres un aventurero o un habitante de certezas. Cuando tu nombre se ajuste a tu innata intensidad.
En fin, eso vendrá con el tiempo, cuando ya nos tengamos uno al otro y no exista más que tender siempre hacia ti y recibirte siempre en tu tendencia. Por ahora, eres la contracara de la Niña Cósmica que esperaba.
Seguro que soñaba contigo sin saberlo. Pero a ti no tuve que inventarte: tú sí existirías.
A pesar de eso, siempre titubeo al momento de decirlo.
No sé si eres tú realmente.
Supongo que a veces dudo de ti, de tus intenciones, de que estés aquí para quedarte. A veces me aterra lo que puedas llegar a ser. Porque no me importa simplemente que seas feliz. Me importa que tu felicidad no sea parásita de la de nadie, nunca. Que seas un hombre conciente, capaz de amar generosamente tu entorno, de cuidar y proteger a tus mascotas y, algún día, de ser el bastión de tu propia familia.
Me importa que seas fuerte, que recobres el aliento por convicción y no por descanso, que sepas poner tu corazón en todo lo que hagas, pero que tu pasión no te haga ciego a las consecuencias de tus actos. Que siempre mires desde tus ojos pero puedas sentir desde el corazón de los demás.
Supongo que todo puede resumirse: espero que escojas armarte bien.
Yo querré enseñarte el arrobo por el mundo y todas sus bellezas, el sutil encanto de lo implícito, el arte de mirar y saber lo que ves; querré enseñarte a escucharte y escuchar, a caminar al ritmo de tu alma; querré mostrarte, con suerte, que la vida es más de lo que se ve y lo que se toca; que nada, nada será tan certero como la propia intuición mística de tu alma. (Y será simple, sin palabras ni ayuda de túnicas tradicionales o exóticas. Una experiencia a la medida de tu preciosa humanidad).
Serás tú, sin embargo, quien decida lo que toma y lo que deja, y yo quien deba amarte a pesar de ver tus faltas.
A veces ya te siento cuando te mueves. “Pequeño orante” es como te llamo entre nosotros, porque así te has presentado ya dos veces. “Félix” serás ya cuando sepa si estás contento, asustado, si eres un aventurero o un habitante de certezas. Cuando tu nombre se ajuste a tu innata intensidad.
En fin, eso vendrá con el tiempo, cuando ya nos tengamos uno al otro y no exista más que tender siempre hacia ti y recibirte siempre en tu tendencia. Por ahora, eres la contracara de la Niña Cósmica que esperaba.
Seguro que soñaba contigo sin saberlo. Pero a ti no tuve que inventarte: tú sí existirías.
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